Diplomacia y semántica | El Nuevo Siglo
Lunes, 6 de Enero de 2014

*Lo nacional en La Habana

*La subversión sin santuarios

UNO  de los argumentos  que se ha empleado de manera recurrente  en Hispanoamérica para justificar la violencia ha sido que “a más democracia menos violencia”. No importaba que los pueblos y a veces ni los dirigentes tuviesen una cierta confusión en torno a lo que significa la verdadera democracia, ni que las distintas agrupaciones políticas tuviesen su propia concepción deformada o idealizada de la misma, por lo que utilizando en apariencia el mismo lenguaje las palabras tenían implicaciones distintas para cada bando. Problema semántico que se presenta aún en la política colombiana y que por otra vía se traslada a La Habana en las conversaciones de paz, pese a que ambos grupos negociadores siguen  ideologías del siglo XIX, como el demoliberalismo y el socialismo marxista. Por lo que es evidente que a la mesa de la paz le falta la pata de la presencia de lo conservador, con la finalidad de dar un cariz nacional a la representación política de la Colombia democrática. La paz requiere pasar por ese tamiz, en el cual  las mayorías silenciosas, que suelen ser de orden, tengan representatividad y respalden los  acuerdos, lo que es esencial para conseguir el apoyo nacional y labrar la legitimidad de la negociación.

No basta tener ideales de paz, deseos de paz, voluntad de paz, es necesario reconocer las raíces de la violencia partidista  en el siglo XX, después de la más larga etapa de paz de nuestra historia durante los gobiernos conservadores, de principios de siglo hasta Miguel Abadía Méndez. Una es la violencia  oficial desde el Estado  o la de los alcaldes de la época, durante el gobierno de Enrique Olaya Herrera, para debilitar electoralmente al conservatismo -que era mayoría- y  otra la que se da por las secuelas  agitación de la “revolución en marcha” de Alfonso López Pumarejo, ligada al tema de la reforma agraria y los sindicatos. No es igual a la que se ejerce contra los conservadores en tiempos de Eduardo Santos, que no obedecen a la voluntad del gobernante, puesto que corresponde más que todo a manifestaciones y respuestas punitivas  regionales, cuando se clausuran las Asambleas en todo el país y el conservatismo, por falta de garantías, se abstuvo de ir a las urnas.  En ese cuadro es esencial el antagonismo mundial entre derechas e izquierdas, de gran influencia entre nosotros, por cuanto influye en el nuevo concepto de polos políticos  antagónicos que después de la revolución rusa, la guerra civil en España y el derrumbe de las democracias europeas es el combustible del duelo entre derechas e izquierdas que deriva en la II Guerra Mundial. Así los partidos políticos tradicionales pretendan mantenerse aferrados a credos del siglo XIX, la lucha por el poder cambia sustancialmente, como el paisaje y la demografía doméstica, al superar en habitantes las ciudades a los campos.

Las luchas y rivalidades entre los partidos históricos, así no fuesen de fondo las diferencias programáticas, al desconocer un sector del liberalismo en la oposición la legitimidad de los gobiernos conservadores y fomentar la insurrección, agravan el desencuentro político nacional. El Estado se defiende y se cometen excesos de parte y parte, crispado el antagonismo  por la muerte de Gaitán, pese al acuerdo político entre el Presidente Ospina y el liberalismo. Entre tanto, en el gobierno de Laureano Gómez, la hostilidad entre las facciones del conservatismo debilita el régimen y deriva en el golpe militar. El Frente Nacional, que pactan los jefes conservadores y liberales, consigue lo que parecía imposible: el retorno a la democracia y el  fin de la hostilidad visceral bipartidista para entrar a repartirse el poder legalmente mediante un sistema  alternativo, apenas por cuatro mandatos, en cuanto tuviesen la mayoría electoral. Ese fue el acuerdo al que llegaron  Alberto Lleras y Laureano Gómez.

La otra violencia es la que exporta el comandante Fidel Castro, que pretende expandir la revolución. La misma que capitanea sin suerte el Che Guevara, quien descubre tarde que su teoría de la guerra de guerrillas no funciona en los Andes. Y la izquierda cambia, casi medio siglo después, con el comandante Hugo Chávez y el mismo Fidel Castro, cuando plantean el socialismo del siglo XXI para  llegar al poder por el voto popular, como lo viene haciendo en casi todos los países de la región, en especial cuando sucumben los partidos conservadores, que suelen ser la última muralla contra el populismo y la demagogia socialista. La violencia subversiva no solamente es anacrónica, sino  inusual y está ligada a las millonarias ganancias del turbio negocio de cultivos ilícitos que financia la lucha armada. Para el comandante del Ejército Nacional, general Juan Pablo Rodríguez, “la subversión es insostenible en cuanto ya no cuentan con santuarios y no pueden estar en un mismo sitio 24  horas”.