La paz entrampada | El Nuevo Siglo
Viernes, 10 de Febrero de 2023

* El carrusel de las incoherencias

* Todavía es tiempo de replantear

 

Puede decirse sin temor a caer en error que los soportes del estado de derecho y las razones institucionales de la paz, en Colombia, han tomado una trayectoria insólita. Porque hoy lo que más bien parece estar sucediéndose, en efecto, es la dramática absorción del país en unas arenas movedizas de pronóstico reservado.

Esto, ciertamente, como fruto de estarse llevando a cabo unas consignas políticas etéreas, surgidas en los hervores de una campaña presidencial díscola, camorrera y sin profundización de los temas. Por su parte, lemas concebidos a la topa tolondra frente a la magnitud de la paz planteada y, por ende, llevados a la práctica en un mar de contradicciones.

En ese orden de ideas, sería fácil constatar cómo el presidente Gustavo Petro ha quedado paulatina y lamentablemente entrampado en sus designios en la materia. En ese caso, tanto a cuenta de la calamitosa imprevisión del gobierno que preside (con los respectivos operadores oficiales además sumidos en el choque permanente de la marejada que también suscitan), como por muchas otras incidencias: una proyección normativa difusa, si no suele ser por anticipado antijurídica; una carencia de pedagogía, con un secretismo adicional a todas luces inconveniente; una grave confusión conceptual entre paz y pacificación; ceses al fuego para dar y convidar que otorgan ventajas palmarias a la criminalidad; y, quizá todavía peor, cierta sensación de estarse jugando con cartas marcadas ante algunas variables del espectro.

Ahora más, podría añadirse al respecto que ello es producto de fijarse el gobierno los objetivos de la paz, pero sin un plan estricto, público y cabal. Incluso lo cual a veces parece tener visos de intencionalidad, tal vez a propósito de desprenderse de la ‘coyunda’ incómoda de las instituciones y avanzar hasta donde la bulla de los cocos permita. Que, de otra parte y a la larga, no es más que el resultado de apartarse a consciencia de la cultura y alcances del derecho, de no entenderlo como la canalización positiva para llevar a buen puerto los propósitos nacionales (o fines esenciales del Estado), en vez de calificarlo de “enemigo interno”, según ha dejado ventilar el gobierno, dentro de una recóndita actitud, en otras facetas de la administración.

Nadie dudaría, claro está, de que la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento. No tanto como una glosa de la Constitución (art. 22), sino, mucho más allá, como un insumo transversal del contenido socio-jurídico complejo que la determina y sirve de fundamento para entenderla como un tratado de paz. Porque fue bajo esta premisa que, parafraseando al pensador italiano Norberto Bobbio, la Corte Suprema de Justicia autorizó la instauración de una nueva Carta, con todos los derechos y deberes políticos, económicos, sociales, ambientales, culturales e internacionales dentro de un sistema de libertades y una estructura jurídica precisa, aceptada y defendida por todos los asociados (incluidos sus aspectos coercitivos), como expresión legítima del constituyente primario hasta entonces prohibido.

Es así como en definitiva Bobbio concibe el tratado de paz constitucional. No pues en la vía restrictiva que pretenden hacer ver algunos, supeditado a fuerzas irregulares de todo pelaje (sin siquiera recurrir a la distinción típica entre delincuentes en rebeldía contra el sistema y criminales comunes). Y menos bajo una mezcolanza jurídica que, por el contrario, termina erosionando el concepto de la Constitución como sustento pacífico del pacto social, con sus cruciales ingredientes de amparo y defensa a cuál más reducidos o trastocados.

Por eso, a causa de episodios tan dicientes como el de esta semana en torno de la furtiva excarcelación de un homicida de periodistas y eslabón de grupos paramilitares, designado por el Alto Comisionado presidencial como facilitador de paz, y su recaptura solo luego del estremecimiento de la opinión pública, también sorprendida con la sola prisión domiciliaria, resulta evidente el prematuro desgaste de estas iniciativas. De hecho, bastaría con ver las últimas encuestas para corroborar el desconcierto paulatino de una mayoría de colombianos que más bien sospechan un desmonte del Estado con este tipo de conductas reiterativas y no tenerse muy claro las autoridades de qué lado están.

Ya por fin se le hizo entender al gobierno que una cosa, en términos constitucionales, es el sometimiento a la justicia de las bandas criminales y muy otra el trámite de incorporación de las guerrillas a la civilidad. Inclusive, ese sometimiento todavía carece de consenso con la Fiscalía, para que tenga soportes jurídicos viables y realistas. Y la propia guerrilla histórica, como el ELN, que ha dicho estar interesada en superar el conflicto armado interno, también ha dejado en claro que si el anhelo gubernamental es meterla en el mismo saco de la criminalidad rampante el incipiente diálogo no llegará a ninguna parte.

Visto lo anterior, si el gobierno quisiera desentramparse de su propia tramoya todavía tendría la ocasión de hacerlo con base un replanteamiento sensato y coherente. Pero conocida su volatilidad aguda y la manía de solo ver por el ojo de su terquedad extrema es muy fácil vaticinar que no será así. Una lástima: la paz merece una oportunidad real.