Transición energética gradual | El Nuevo Siglo
Jueves, 25 de Mayo de 2023

* Gobierno no puede desoír los campanazos

* La clave lógica e inesquivable del proceso

 

 

El problema no es el qué, sino el cómo y cuándo. Así se puede resumir el dilema que enfrenta Colombia y muchos otros países en donde la transición de fuentes de energía fósil (petróleo, carbón y gas) a energías limpias (solar, eólica, hidrógeno y otras tecnologías) se torna un imperativo, sobre todo en el marco del combate global al cambio climático.

Nuestro país es líder a nivel regional en el impulso y desarrollo de energía sostenible. De hecho, este parque de generación ha crecido gradualmente en los últimos años, aunque dista mucho de ser la principal fuente de suministro del país. Los datos más recientes del ministerio del ramo señalan que Colombia tiene una matriz de generación que asciende a los 18,9 gigavatios, de los cuales la cadena hidráulica aporta 12,54, la térmica 6,06 y las plantas eólicas y solares contribuyen con 0.40. Esto quiere decir que más del 67% corresponde a fuentes renovables de energía, una de las tasas más altas del mundo, obviamente teniendo como base la red hidroeléctrica.

En ese orden de ideas, el reto de la transición energética parte de la base de aplicar un esquema de gradualidad muy preciso y ordenado, que implica un proceso que puede demandar una, dos o más décadas. Por lo mismo, la decisión del gobierno actual en cuanto a acelerar ese proceso no solo resulta ilógica, sino que, por tener una motivación marcadamente ideológica y no un sustento técnico sobre la capacidad real de transformación del parque de generación, pone en peligro el futuro mismo del país, sobre todo en asuntos tan delicados como los de soberanía y seguridad energéticas.

La propia presidenta de la Asociación Colombiana de Generadores de Energía Eléctrica (Acolgen) advertía semanas atrás, en una entrevista a este Diario, que la implementación de la transición energética estaba en cuidados intensivos. La misma alerta han lanzado otros sectores, señalando causas que van desde un débil marco de seguridad jurídica -derivado en gran parte de los bandazos en la formulación de la política sectorial de este gobierno-, hasta los sobrecostos en los proyectos por los altibajos en las economías local y mundial, así como por los problemas en los licenciamientos o las alteraciones en los cronogramas de inversión y construcción debido a conflictos con las comunidades circundantes. Por esto último, por ejemplo, esta semana se anunció la suspensión de la construcción del parque eólico Windpeshi en La Guajira.

Es claro, al tenor de los gremios sectoriales y los expertos, que la ruta de transición energética en Colombia debe agilizarse, lo que en modo alguno puede confundirse con un marchitamiento desordenado y antitécnico de la producción petrolera y de gas. De hecho, los cálculos más atinados señalan que este proceso de sustitución podría costar no menos de 160 billones de pesos. Un esfuerzo presupuestal de esa magnitud, que además significa una reingeniería compleja del aparato producto y el tracto económico, en modo alguno se puede improvisar o aplicar en un corto lapso. Como se dijo, no debe pensarse en años sino en décadas.

No hay que olvidar, además, que la industria de los hidrocarburos representa hoy no menos del 40% de las exportaciones del país, más del 20% de los ingresos fiscales y aporta el 76% de las regalías, que es el filón de inversión social en departamentos y municipios. Reemplazar esta fuente de ingresos, empleos y plusvalía a corto o mediano plazos es sencillamente imposible.

Por el contrario, tal como lo están haciendo otros países, es imperativo asegurar la autosuficiencia en materia petrolera y de gas. Es allí en donde el informe anual dado a conocer esta semana por la Agencia Nacional de Hidrocarburos, advirtiendo una disminución del alcance temporal de las reservas de ambas fuentes energéticas, constituye un campanazo que no puede ser ignorado por el Gobierno nacional. Es necesario replantear la decisión de no firmar nuevos contratos de exploración y explotación de estos recursos naturales no renovables, so pena de incrementar el alto riesgo de seguir acortando el horizonte de abastecimiento propio. Si esto ocurriera, Colombia tendría que importar y pagar más caro por estos combustibles en menos de una década.

Como se ve, el debate, como erróneamente lo ha tratado de situar el Gobierno, no se fundamenta en si debe procederse o no a la transición energética. Es innegable que tiene que avanzarse por esta ruta lógica y sostenible. El problema radica en que el Ejecutivo quiere, por motivos ideológicos, acelerar peligrosamente el proceso, desoyendo todas las alarmas sobre el peligro que ello acarrearía al país. Migrar de una matriz energética primaria a una diversificada y sostenible demanda billonarias inversiones, reconversión productiva y, sobre todo, la primacía de lo técnico sobre lo político. Ir en contravía de esa premisa, raya en lo delirante.