Con un juego de palabras (que se parece a los cambios de nombre que recibieron las reformas anteriores), el Presidente Duque ha dicho que la que aterriza en el Congreso “no es una reforma tributaria sino una ley para financiar los gastos que demanda la pandemia”.
¿Mero juego de palabras para amortiguar la fuerte reacción de la opinión pública que ya anticipa? ¿O una declaración que parece una cortina de humo precautelativa?
Pues de lo que no cabe duda es que estamos frente a una de las más duras leyes de reforma tributaria que en muchas décadas se haya propuesto. ¿Cómo no va a ser “reforma tributaria” una iniciativa que pretende recoger más de $30 billones? Por supuesto, gran parte de los gastos que se van a atender con estos recaudos están asociados con la pandemia y con plausibles extensiones de programas sociales. Pero esto no le quita su condición de “dura” reforma tributaria.
En vez de juegos verbales más nos valiera encarar las cosas como son. Y responder algunas preguntas cruciales:
¿Es el momento oportuno para descargar semejante llovizna alcabalera sobre los hombros de los famélicos contribuyentes? ¿O hubiera sido más prudente esperar hasta cuando la salud empresarial y de los hogares estuviese convaleciente, toda vez que hoy está en los huesos por cuenta de la pandemia?
Estamos frente a una paradoja: se necesita una profunda reforma fiscal pero estamos en el momento más inoportuno para hacerla. El mal inicio en términos de imagen que está rodeando esta reforma sugiere que el gobierno dejó pasar el momento oportuno para plantearla. Mientras más temprano se presenten las reformas fiscales, más posibilidades tienen los gobiernos de sacarlas adelante. Fijémonos en lo que está haciendo Biden. No lleva tres meses y ya está proponiendo una profunda reforma fiscal que da marcha atrás a la de Trump.
¿Está bien equilibrado en términos de equidad el proyecto cuando (así se mantenga el impuesto al patrimonio y el de los dividendos) el 90% del esfuerzo fiscal va a recaer sobre la clase media? Si es que de “clase media” se puede seguir hablando aún en Colombia.
¿Si el propósito revelado del gobierno es que los dientes del recaudo no muerdan sino hasta el 2022, cómo va a manejar los cambios del IVA que normalmente son de aplicación inmediata, a diferencia de las modificaciones al impuesto a la renta que sí pueden modularse en el tiempo?
¿Con la pobreza agobiante que exhiben hoy las familias golpeadas por el coronavirus y con 10 millones de colombianos que según el DANE no están percibiendo ingresos suficientes ni siquiera para adquirir las tres comidas diarias, qué justificación se va a dar para bajar la vara a partir de la cual empiezan las obligaciones como contribuyentes de las personas naturales?
¿Cuál es realmente el propósito del gobierno con las recomendaciones de la misión de expertos en privilegios tributarios que convocó? ¿Las va a seguir? Hasta el momento da la impresión de que no es así y que más bien las está utilizando para hacer un ejercicio de tiro al blanco en una especie de polígono fiscal. Así al menos lo demuestra lo que está sucediendo en materia de zonas francas y con los días sin IVA. El decreto que ya dictó sobre zonas francas y el anuncio de continuidad de la figura de los días sin IVA van claramente a contrapelo de las recomendaciones de los expertos. Y estos son apenas dos ejemplos.
El gobierno debe entender que en materia tributaria no se le puede dar gusto a todo el mundo. La pedagogía con que se ha intentado aclimatar esta reforma ha sido pésima. Marchas y contramarchas han abundado. Desconcertando a la opinión pública y molestándola innecesariamente. El último episodio fue el del IVA a la sal, al café y al chocolate. En el estrecho arco de tiempo de ocho días se dijo que no se gravarían, luego que sí y finalmente que no. Este tipo de bandazos le quita credibilidad a cualquier reforma.
Y, por último: no es cambiándole piadosamente el nombre a las reformas o inventándose el retruécano de que no se trata de una reforma tributaria sino de una inocente ley para financiar las necesidades de la pandemia, como la va a aceptar de buen grado la ciudadanía.