El ‘estreno’ de La vida es un sueño en el Mayor | El Nuevo Siglo
Foto: Cortesìa Teatro Mayor - Juan Diego Castillo
Lunes, 24 de Julio de 2023
Emilio Sanmiguel

Lo de estreno es un decir. Porque la première ocurrió el pasado 21 de julio en el Teatro Cervantes de Alcalá de Henares, durante el Festival Iberoamericano del Siglo de oro. La primera representación en Bogotá la noche del viernes pasado y la que es objeto de esta crónica, final de la tarde del sábado 22, cómo no, en el Teatro Mayor.

Estreno o no -bienvenidos los estrenos y más cuando de óperas se trata- no deja de llamar la atención que algo de la trascendencia de “La vida es sueño” de Pedro Calderón de la Barca (1600 – 1681), cumbre del teatro español de 1631, hasta el momento no hubiese sido trasladada a la escena lírica; ni por los compositores de zarzuela barroca, ni los de ópera en el paso del s. XIX al XX, tampoco los contemporáneos.

Las expectativas eran enormes. Primero, por el antecedente de Carreño en el lenguaje muy audaz y, en el buen sentido de la palabra, grandilocuente de su monumental “Misa por la reconciliación” (2019) de la Catedral Primada de Bogotá y, de contera por la manera como Olano, un escritor y músico políticamente comprometido, abordaría el libreto.

En todo caso algo nos ha debido alertar la presencia en el foso de los franceses de La Chapelle Harmonique, coro y orquesta especializados en repertorio barroco. En todo caso, cuando bajaron las luces del teatro, apareció Valentin Tournet (La Garenne-Colombes, 1996) y el coro enfrentó el “Hipógrifo violento”, primera frase del original de Calderón, insistentemente repetido, música y texto advirtieron, como efectivamente ocurrió a lo largo del espectáculo que, compositor y libretista optaron por la arriesgadísima postura del absoluto respeto por la obra original, claro, sometido a los habituales recortes de texto y personajes.

Carreño, podría decirse, se jugó la vida. Cuando con absoluta seguridad, una fracción del público conocedor esperaba que todo se desarrollara en el lenguaje habitual de la ópera contemporánea, a la manera, por ejemplo de Thomas Adès o John Adams, ha preferido seguir su instinto que le ha indicado una especie de neo-barroco contemporáneo, que por momentos se aproxima al Monteverdi del “Retorno de Ulises” en el manejo de un ambicioso “recitativo” y a la estructura de la ópera barroca francesa, particularmente Rameau, en la manera de insertar pasajes orquestales para enmarcar ciertos episodios del original.

Ahora bien, lo interesante es que, a pesar de esos atavismos estilísticos, que el compositor no tiene intención, ni de ocultar, ni de disimular, no se trata de historicismo lírico; en algunos episodios, el “recitativo” se deja de lado para permitir que la melodía se apodere del espectáculo, por ejemplo, en el gran monólogo de Segismundo, el que da el nombre a la ópera y que hasta arrancó un exageradillo brote de emoción de un miembro de la “¿claque?” que debía andar que se aplaudía. Igualmente, al final del espectáculo, el compositor opta por terminar su trabajo con un relajado «concertante».

Tómelo, o déjelo. Habrá quien se rasgue las vestiduras porque Carreño no haya llevado la música por los caminos de la atonalidad o cualquiera de los experimentos del sonido contemporáneo y porque Olano no haya llevado la trama a la guerra de Ucrania o a la Selva del Caquetá… seguramente Calderón se los agradece.



En cuanto a la puesta en escena, para empezar, buen desempeño de La Chapelle Harmonique, el director Tournet supo poner al servicio de la música su experiencia en el barroco francés, no fue demasiado prolijo en el manejo del detalle, pero bien profesional en lo suyo.

En cuanto a las voces. Si se hace caso omiso de la deficiente vocalización de todo el elenco, salvada por los subtítulos, de lejos la actuación más lograda fue la del tenor Andrés Felipe Agudelo, encargado del protagónico de Segismundo, por su convicción, por la imaginación en el manejo de sus recursos tímbricos, incluido el color, por los agudos y, sobre todo, por la variedad en los matices; de hecho único miembro del elenco con matices más allá de los básicos. La soprano Laura Gómez, Rosaura, coprotagonista, bien en el personaje, aunque más tentada de lo necesario a exhibir agudos y sobreagudos que poco aportaban a la dramaturgia del personaje. Correcto, o mejor, correcta Paola Leguizamón en el rol travestido de Clarín. Flojo, por una afinación sospechosa y unos graves fuera de control, el bajo Ernesto Morillo como Clotaldo. El tenor César Gutiérrez, Basilio, no en su mejor momento, agudos forzados y plano en materia de matices.

La escenografía de la española Carolina González no es propiamente una gran obra de creatividad, no se trata de una propuesta desagradable, pero francamente sosa y, a la larga, aburrida. Lo mismo para las luces de Miguel Ángel Camacho, advirtiendo que en esa materia la vara la dejó muy alta en Bogotá, hace años, el alemán Hans Toelstede, aunque, sin necesidad de comparaciones, salvo el final de la ópera, el único momento luminotécnico con algo de modernidad, hubo más sombras que luces.

En cuanto al vestuario, obra de Lorenzo Capriles, diseñador hasta de las infantas y Doña Leticia, las tuvo de cal y arena: bien con el Segismundo “a lo Florestán”, también el traje de Clarín, pero, no nos digamos mentiras, a Basilio lo disfrazó de Rey.

Para terminar, la dirección escénica del argentino Alejandro Chacón, una especie de catálogo de todos los lugares comunes de la puesta en escena tradicional. Nada, absolutamente nada para rescatar, no logró, ni crear ni recrear un lenguaje medianamente acorde con la propuesta de Carreño y Olano. Tras décadas de intentarlo, el pobre Chacón se pone en evidencia: lo suyo ya no fue la dirección de escena. No al menos la de ópera.