Sandro Romero, para el caso, el dramaturgo Sandro Romero, cada que resuelve enfrentar una nueva puesta en escena, nos confronta. Eso hay que agradecérselo.
En octubre de 2018, con Fabio Rubiano, nos instaló bajo la bóveda del Planetario, en el Parque de la Independencia, no para ver, sino para experimentar en su medio natural Constelaciones del británico Nick Payne. Si en Colombia, como ocurre en el mundo civilizado, se otorgara algún tipo de reconocimiento anual a la actividad teatral, muy difícil la habría tenido el jurado para dejar pasar inadvertido un trabajo de semejante jerarquía.
En 2021, la Casa del Teatro lo llamó para que se encargara de la reapertura de la sala, tras el cierre forzoso por la pandemia. Lo hizo en diciembre con Pato salvaje del noruego Henryk Ibsen, en la versión, o mejor, en la interpretación del británico Nick Payne. Si su visión de Constelaciones, para los espectadores, tuvo mucho de onírico y sensual, en Ibsen resolvió llevar los espectadores al extremo de su resistencia. Al fin y al cabo, si el teatro, el de verdad, deja por fuera de la ecuación al público, en asunto no trasciende más allá de ir a ver actuar. Lo cual, dicho sea de paso, no es un delito.
Nos confronta Sandro Romero. Nos saca de la zona de confort. No se limita a dirigir sus montajes y hacerlo correctamente, porque involucra a los espectadores, para poder ir al fondo y descubrir a Payne o asumir que Ibsen es algo más que la música incidental de Peer Gynt de Grieg. Eso, repito, se agradece
Sin embargo, listo como es, sus trabajos no son excluyentes. Sólo ofrecen diversos niveles de disfrute.
El que acaba de bajar de la cartelera de la Casa del Teatro Nacional, Sonata de espectros del sueco August Strindberg (1849 – 1912) parece fusionar esas dos experiencias de que hablaba: lo onírico porque nos involucra en una atmósfera en la mitad de los acontecimientos con el bombardeo incesante de un texto que, sí, tiene coherencia en su propósito de narrar la historia. Sin embargo, deja flotando en el aire que lo narrado es, apenas circunstancial, una excusa para abordar una atmósfera que no rehúye lo onírico, anda al filo del absurdo fantasmagórico y se aproxima al simbolismo; pero, no esa vertiente evanescente de Maeterlinck. Sonata de espectros es eso, y más, porque Strindberg vuelca en ella sus confidencias de enajenado y Romero lo afronta.
Para llevar al espectador a ese mundo se la ha jugado. Se la ha jugado porque tomó el original de Strindberg y lo moldeó despojándolo de elementos, para el caso, innecesarios, como el incendio, aparentemente origen de todo, que lleva a un plano, a lo sumo, anecdótico.
En ese orden de ideas, ha preferido maniobrar el tiempo al recrear una especie de ante-escena, sombría y realista, en realidad la escenografía misma de la producción. El público, sin darse cuenta, entró en la intensidad del drama antes de ingresar al auditorio. Por eso, encontrarse cara a cara, con algunos personajes, hieráticos, como espectros, resultó natural. Porque la obra ya había comenzado.
Lo que siguió fue lo predecible con un director de su jerarquía: una confidencia para traer a colación a Igmar Bergmann, la continuidad de la narración, buenas luces de Mario Ávila, música impecable a cargo de David Loayza y la buena actuación de un elenco compenetrado con la dramaturgia, expresión corporal, buena vocalización y el oficio sin fisuras de Juliana Herrera, Patricia Rivas, Dévora Roa, Carlos Gutiérrez, Juan Manuel Barona, Carlos Alberto Pinzón, Pablo Restrepo y Carlos Torrado.
Una reflexión
Reviso lo escrito. Me asalta la duda de si queda en el aire que se trata de trabajo distante de la sensibilidad del público teatral. O, acaso, algo difícil de aprehender.
No. No es el caso.
Justamente es uno de los factores interesantes, de la obra y la propuesta. Es verdad que la pre-escena prepara los ánimos, pero el relato es claro como el agua. Lógicamente estar en antecedentes, del estilo de Romero y del de Strindberg, permite eso que podría calificarse de lecturas alternativas. No de otra manera se explicaría que, una obra de estas características, es decir, a años luz del teatro de entretenimiento, se haya permitido permanecer en cartelera durante 9 semanas, con un éxito por fuera de sombra de duda.
No ha sido fortuito.
Con esa especie de escepticismo, producto de su sensibilidad y de su cultura, Romero se ha permitido observar con detenimiento la escena cultural de Bogotá. La ha diseccionado, la ha analizado y ha tomado partido por algo alternativo, desde lo estrictamente teatral, desde la perspectiva de abrir nuevas puertas, desde la intervención de textos que ya son clásicos. También desde la óptica personal de sus propios demonios, o sus propias obsesiones, en este caso, la dramaturgia de Bergmann, que saluda y despide la puesta.
Hay quien asegura que todo se trata de un salto al vacío. Puede ser. Pero se lanza con la aquiescencia y la complicidad de su público.
Cauda
Digo Sandro Romero, para el caso, el dramaturgo Sandro Romero, por la sencilla razón de que, además de director de teatro es autor, es académico, investigador, cineasta, espectador que puede ser su profesión favorita, escritor, gocetas, maestro y caleño de profesión.