Otro 10 de diciembre, el de 1948, hace ahora hace 75 años, tres años después de terminada la II Guerra Mundial, con el horror vivo todavía en todas las personas, un grupo de hombres y de mujeres lograron que la Asamblea General de las Naciones Unidas, reunida en París, aprobara una Declaración Universal de los Derechos del Hombre, luego de los Derechos Humanos, un hecho histórico en la lucha por la igualdad y la dignidad de las personas, fundamento de todos los demás derechos. Derechos que son inherentes a las personas, previos y, por tanto, superiores al poder político e irrenunciables.
Eleanor Roosevelt fue la mujer que impulsó la redacción del preámbulo y de los treinta artículos de este documento que buscaba ser un ideal común para todos los países del mundo, "la Carta Magna internacional de todos los hombres en todo el mundo". Sin ella y sin otros nombres como los de Jacques Maritain, que desbloqueó un momento clave en los debates y que redactó la introducción al informe que la Unesco envió al Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, no hubiera sido posible su aprobación y que muchas naciones, más de ochenta, incluyeran estos principios en sus textos constitucionales y en sus leyes. Y que las normas y convenios internacionales asumieran estos principios. Tribunales como el de La Haya o el Europeo de Derechos Humanos o la Corte Penal Internacional son consecuencia de esta Declaración, que supuso un antes y un después en la lucha contra la violación de estos derechos en el mundo.
Tengo dudas de que una Declaración como ésta hubiera podido ser aprobada ahora. Y si hay que hacer balance, tiene que ser positivo a pesar de todo lo que está sucediendo ahora. Se ha logrado la universalidad de los derechos humanos. Pero cuando vivimos situaciones como la ofensiva israelí en la Franja de Gaza o Ucrania, asolada por la invasión rusa, hablar de Derechos Humanos sin que la comunidad internacional sea capaz de ponerse de acuerdo para frenar estas situaciones parece un sarcasmo. O la de países como Irán, donde la último Premio Nobel de la Paz, Nargés Mohammadi sigue en la cárcel y las mujeres iraníes siguen siendo ciudadanas sin derechos; China, Afganistán, Irak, Siria, Libia, la mitad o más de África, Venezuela, Cuba -casi tantos años de secuestro de las libertades y los derechos humanos como la Declaración-, México, Arabia Saudí, Catar, Brasil, Marruecos...
Pero no sólo estos países: el trato a la inmigración en todo el mundo, las mafias que campan a sus anchas, la infinidad de cadáveres que yacen bajo las aguas del Mar Mediterráneo o en las fronteras de Estados Unidos, deberían pesar en nuestras conciencias tanto como la explotación que supone la prostitución, la mayor esclavitud de este tiempo, que denigra a las mujeres, o la desigualdad entre ciudadanos y países, la pobreza y la precariedad que daña la dignidad de millones de personas, la imposibilidad del acceso al agua, a la salud y a la vivienda por parte de millones de ciudadanos del mundo, marcados sólo por el lugar donde nacen y sin posibilidad de cambiar su sino.
Hay muchos retos nuevos y viejos encima de la mesa: la inteligencia artificial y lo que supone sobre nuestra privacidad: el creciente postulado de la libre autodeterminación de la persona sin más límite que la voluntad de la propia persona, situaciones que exigen reflexión y medidas. En todo caso, la Declaración Universal de los Derechos Humanos debería ser texto de obligado aprendizaje en todas las escuelas del mundo para que estos derechos no sigan siendo pisoteados. Sólo formando una generación de personas conscientes de esos derechos podremos acabar con la violación permanente de la dignidad de las personas.