La incapacidad o la falta de voluntad de gobiernos, empresas, -y habría que añadir, la ciudadanía en su conjunto- a la hora de adoptar, ejecutar, hacer cumplir e invertir en medidas eficaces y oportunas de mitigación y adaptación al cambio climático, para preservar los ecosistemas y proteger poblaciones, y para transitar a una economía neutra en carbono, constituye -por su probabilidad e impacto potencial- uno de los más graves riesgos globales. A ello contribuye, entre otras cosas, su densa interconexión con otros riesgos globales: desde la erosión de la cohesión social y la geopolitización de recursos estratégicos, hasta la fractura de las relaciones interestatales y la migración involuntaria a gran escala.
Nadie escapa a los riesgos globales, que por eso son tales. Aunque, obviamente, no todo el mundo es igualmente sensible a cada uno de ellos, ni mucho menos igualmente vulnerable. Cada nación los experimenta de una forma peculiar. Esa asimetría explica por qué varían tanto la percepción y la consciencia de los riesgos, así como el sentido de urgencia y la disposición a actuar para enfrentarlos. Y, en buena medida, explica también por qué resulta tan difícil sintonizar decisiones y sincronizar esfuerzos; a pesar de que es evidente que, a la postre, nadie saldrá completamente ileso, y nadie -por poderoso que sea- se bastará a sí mismo para salir adelante.
Para algunos Estados insulares, el cambio climático es una verdadera amenaza existencial. Podrían ver disminuida significativamente la base territorial sobre la que se asientan su gobierno y su población. Podrían quedar en entredicho sus derechos soberanos y el ejercicio de su jurisdicción y competencias sobre áreas marinas y submarinas vitales para el sostenimiento de sus habitantes. Podrían incluso desaparecer, física y jurídicamente, por sustracción de materia. Todo ello debido al aumento del nivel del mar.
Esa perspectiva desvela, sobre todo, a los pequeños Estados del Pacífico como Kiribati, Tuvalu, o Islas Marshall. Porque los derechos sobre el mar dependen de los derechos sobre el suelo. Y, aunque el derecho internacional ha previsto que puedan presentarse variaciones geográficas que afecten las competencias territoriales de los Estados, y ofrece alternativas para trazar las líneas de base a partir de las cuales se delimitan los derechos marítimos, esas previsiones y alternativas parecen insuficientes ante un fenómeno que podría traer consigo un incremento sin precedentes del nivel de las aguas del océano, que en esa zona del globo viene produciéndose en una magnitud dos o tres veces superior al promedio mundial. Ni que decir tiene que no hay ninguna previsión jurídica para responder las preguntas (y los problemas) que plantearía el escenario más catastrófico posible.
Estas preocupaciones no deberían pasar desapercibidas en Colombia. Los derechos reconocidos en 2012 por la Corte Internacional de Justicia a Quitasueño se derivan de que uno de los accidentes que lo integran emerge -por ahora- en pleamar. Su defensa, ya no frente a Nicaragua, sino ante el cambio climático y los vacíos legales existentes, constituye un desafío insoslayable -y ofrece también una oportunidad- en materia de política exterior.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales