ALEJANDRA FIERRO VALBUENA | El Nuevo Siglo
Sábado, 1 de Febrero de 2014

Redes de desconfianza

 

La experiencia de vida en Bogotá es peculiar. Tal vez, nosotros, los ya acostumbrados a sus dinámicas, creemos que nuestro diario vivir es un poco duro pero normal. Sin embargo, quienes vienen de fuera o tienen la experiencia de salir y regresar, notan de entrada un halo extraño. Algo que hace de una ciudad con mucha riqueza, una especie de campo de batalla. Y eso, no es normal.

Esta batalla tiene lugar día a día en cada una de sus esquinas; aunque está toda inspirada por un mismo malestar, sus expresiones se dan de manera diversa. Hay una que es explícita; la que los noticieros refuerzan cada noche en nuestras mentes. Es la guerra de la delincuencia común, la guerra de la supervivencia a través de la violencia. Ésta, la más cruda que opera con ganzúas y navajas oxidadas deja miles de víctimas. Muertos, heridos, resentidos, cegados por la fuerza, asustados, desconfiados. Todos estamos dentro de esas víctimas, pues vivir bajo el miedo de un ataque nos quita algo irrecuperable.  

Pero hay batallas menos evidentes. Batallas no explícitas en las que, aun cuando seguimos en el campo, ya hemos aceptado la derrota. Herimos y nos dejamos herir, pero no hay propósito alguno. No sabemos por qué estamos luchando. No sabemos por qué andamos revestidos con corazas de odio, venganza y agresividad. Pero así nos demos cuenta del sinsentido de esta actitud, no renunciamos al uso de nuestras armas, porque la desconfianza es total. Si vamos desprovistos, alguien más nos atacará.

Este tipo de violencia implícita es la que tenemos que vivir a diario en Transmilenio, las busetas, los taxis o cualquier otro medio de transporte. El nivel de agresividad de las calles bogotanas aumenta de manera increíble cada día y parece que no lo notamos, pues formamos parte natural de ellas y, como buenos seres adaptativos, vamos al ritmo de lo que se nos impone. Este incremento inconsciente de mutua desconfianza, de total desdén frente a los otros, que son nuestros conciudadanos, nos lleva a tolerar comportamientos injustos, transgresores y violentos, con una facilidad casi criminal. Que no hagamos nada respecto al descarado robo de pasajes de Transmilenio llevado a cabo, cada vez con más asiduidad por jóvenes, adultos, niños y hasta ancianos (que de modo increíblemente ágil arriesgan su vida y trepan por las puertas correderas), nos convierte en cómplices. Todos robamos a la ciudad y nos odiamos mutuamente.

Otro modo de violencia, aún más escondido e inconsciente y que con resignación hemos aceptado como precepto de comportamiento es aquel derivado de asumir que todos somos sospechosos y, más aún, culpables, hasta que no se demuestre lo contrario. Así, el ritual de requisas que tenemos que vivir, no sólo a la entrada de oficinas públicas sino de centros comerciales y parqueaderos, ya forma parte ineludible de nuestra identidad. Hemos optado por consentir al perro entrenado que un vigilante asoma por nuestra puerta en lugar de cuestionar este tipo de “seguridad privada” que rara vez tiene resultados.

El “piensa mal y acertarás” se enseña a los niños más pequeños como arma de supervivencia ciudadana. Una ciudad así no tiene futuro ni posible redención. Cavaremos de este modo un hoyo profundo guiados por la desconfianza y el temor y la Bogotá que soñamos, nunca llegará a ser.