ALEJANDRA FIERRO VALBUENA | El Nuevo Siglo
Sábado, 12 de Mayo de 2012

El mito de la libertad

 

La Arcadia del romanticismo nos ha legado un poderoso mito que se convierte en paradoja cada vez que alguien intenta alcanzarlo. La famosa afirmación rousseauniana según la cual nacemos libres pero la sociedad nos corrompe se ha arraigado fuertemente en las mentalidades de todos los pueblos occidentales y nos ha hecho considerar como enemigo número uno de nuestra libertad a la sociedad misma. Si la estructura social nos aleja de nuestra naturaleza y, por tanto, de la expresión real de nuestro verdadero yo, lo que queda es el rechazo o, para ser moderados, la sospecha de todo aquello que la sociedad ofrece.

Esta postura es problemática desde muchos puntos de vista. En primer lugar es contradictorio pensar que una realidad que existe y es constituida por seres humanos sea ajena y contraria a lo que el ser humano es. La naturaleza humana, a la que Rousseau apela, está desprovista de lo más constitutivo de la especie humana, esto es, su condición social y su profunda “dependencia” cultural. Ya lo había señalado Aristóteles de modo contundente: el hombre es un ser social por naturaleza, y veintidós siglos después no conseguimos asimilarlo aún.

Justamente en el carácter social de nuestra condición está la clave para entender en qué consiste la libertad humana: somos libres porque somos sociales y somos sociales porque somos libres. Ningún otro animal tiene comprometida una parte tan significativa de su vida a la construcción libre. De hecho, en los animales la determinación indica con claridad el comportamiento y garantiza, en la mayoría de los casos, el éxito en la acción. La indicación de la biología es suficiente para el desarrollo vital. En cuanto al hombre, al contrario, encontramos que la pista biológica es insuficiente y errática. Es necesario el ejercicio de la libertad para el desarrollo vital, que deja de ser biológico para convertirse en biográfico. Con su acción libre el ser humano despliega su vida... o no.

La Arcadia romántica propone una libertad sin determinaciones y sin sociedad. Un espacio en el que nada ni nadie ofrece pautas de acción. Un limbo vital donde se puede hacer lo que se quiera en consonancia con la “naturaleza”. Esta idea de libertad ha generado unas expectativas ficticias en miles de seres humanos que, al perseguir su profunda naturaleza han rechazado sin más su entorno social, al considerarlo como obstáculo insalvable para alcanzar su libertad. Lo que ha quedado ocluido por este mito es justamente que la opción única y real que tenemos para ser libres está en la sociedad misma. Las determinaciones sociales son necesarias para ejercer lo que somos y nuestra libertad se amplía en la medida en que establecemos más determinaciones a nuestra acción.

Son muchas las vidas que terminan en el fracaso por perseguir este mito de la libertad indeterminada, sólo posible en la irrealidad de Arcadia, pues al no entrar de lleno en la vida social recurren a la evasión a través de “paraísos artificiales” -por usar la expresión de Baudelaire al referirse a sus experiencias con el opio y el hachís-, que acaban por reducir al mínimo la maravillosa posibilidad humana de ejercer su libertad en plenitud, a través del compromiso.