Alejandra Fierro Valbuena, PhD | El Nuevo Siglo
Lunes, 27 de Abril de 2015

País dividido

 

Han muerto 11 soldados en medio de las negociaciones del proceso de paz. Esa es la noticia que tiene conmocionado al país. La perplejidad de los ciudadanos es total. No nos explicamos como éstas y las miles de muertes que ha causado la guerra en todos estos años siguen teniendo lugar. Parece una pesadilla de nunca acabar; sin contar muertes ocultas, las de los guerrilleros y militares que no se convierten en noticia y de las que tal vez nunca nos enteraremos.

Las reacciones frente a este acontecimiento son un claro reflejo del profundo problema que aqueja a nuestro país: estamos divididos. La pretensión de unidad sobre la cual se ampara el Gobierno actual no estaba equivocada como hipótesis de lo que podría salvarnos. Pues en las entrañas de cada uno de los colombianos está la semilla de una división que si no desaparece, va a perpetuar la guerra, el dolor, el rencor, el odio.

Es triste que la polarización se haya robado el show frente a hechos reales. Más allá de las muertes y de la compasión que el doliente debería despertar en la población tenemos una avalancha de juicios y quejas. Una búsqueda insaciable de culpables, que no pretende ni siquiera la justicia, sino la arrogante reivindicación de las propias ideologías. Así, por un lado el bando anti-proceso, que culpa al Gobierno de turno y reprocha a los ciudadanos no haber elegido al sucesor del expresidente. Por otro lado, los partidarios del proceso aprovechan para minimizar los hechos y agrandar escándalos políticos que sacan a la luz corrupciones del anterior mandato. ¡Qué mezquinos somos! La muerte de inocentes es y seguirá siendo culpa de todos si insistimos en alimentar el odio a los distintos.

Nos enorgullecemos de un país diverso, pero la verdad es que no tenemos la mínima idea de cómo convivir en paz con la diferencia. El conflicto armado es un reflejo de la profunda división que caracteriza a nuestro pueblo. Ser capaces de matar a un colombiano siendo colombianos, y justificar su muerte en intereses políticos y económicos es la evidencia de la inexistencia de la nación. Nada nos une. Todo nos separa. Todos somos enemigos luchando por mantener del modo más egoísta los propios intereses, por pasar por encima del otro y afirmar una supuesta superioridad.

El “usted no sabe quién soy yo” o el más reciente “yo gano más que usted” son la versión citadina del arma que se empuña en los montes. En la raíz de los dos actos reside el odio profundo hacia el otro y con éste, la imposibilidad de vernos como pertenecientes a una misma nación, como colombianos iguales y merecedores de respeto.

Si se perpetúa esta actitud la guerra nunca acabará. La buena noticia es que, como seres humanos, estamos programados -algunos dicen que incluso genéticamente-, para vivir en comunidad y para apoyarnos en los otros. La tarea, entonces, que es mucho más extensa y complicada que lo que se pretende en La Habana, es aprender a convivir. Podríamos comenzar, por ejemplo, en las redes sociales dejando de fomentar el odio y la división y deteniendo la ideologización de los hechos.