La agresión rusa a Ucrania -y la guerra a la que ha conducido- han puesto a todos los Estados del mundo en la nada envidiable situación de tener que expresarse, de algún modo, sobre una y otra. Lo han hecho, y lo siguen haciendo, individual o colectivamente, expresa o tácitamente, con palabras o con acciones concretas.
En algunos foros multilaterales, esa expresión tiene la forma del voto con el que concurren a la toma de decisiones, lo cual incluye la alternativa de abstenerse o de no comparecer al proceso. Así se ha visto, por ejemplo, en las sucesivas ocasiones en que la Asamblea General de la ONU ha abordado la cuestión. La forma en que lo hacen, sin embargo, no siempre es tan clara como sería deseable, por lo que diplomáticos y analistas se ven forzados a intentar desentrañar el sentido de sus expresiones (incluyendo el silencio). Ello ha dado lugar a toda suerte de conjeturas y a las más creativas matemáticas, unas más plausibles que otras.
Algunas expresiones suponen, sin ambages ni penumbras semánticas, una toma de posición que obedece a las más diversas consideraciones. Hay que tener cuidado a la hora de atribuir a todos los que coinciden en algo una sola y misma lógica. En la política exterior de los Estados -como en la vida misma- coincidencia no implica, de suyo, identidad. Otras expresiones reflejan lo que algunos llaman “ambigüedad estratégica”. No faltan los que se declaran neutrales (y sacan rédito de ello, y de la posibilidad de dejar de serlo).
En todo caso, a veces los Estados se manifiestan, sobre el mismo asunto, en sentidos contrarios, como lo demuestra el hecho de que no siempre lo que dicen es congruente con su conducta. En diplomacia, la coherencia no es necesariamente una virtud, y en ocasiones, es simplemente imposible: una verdad incómoda y difícil de digerir, que a algunos indigna y a otros decepciona, pero que está en la esencia misma del oficio. De hecho, una buena diplomacia se reserva prudentemente cierto margen de contradicción, y asume que mantenerlo y usarlo tiene sus costos. Como también los tiene el prurito de la coherencia.
Como sea, de todo hay en la viña del Señor, y también hay “ambosladismo” en relación con la guerra en Ucrania, que no es lo mismo que ambigüedad, ni neutralidad, ni no alineamiento, ni equidistancia -aunque quienes lo practican quieran así presentarlo-. Los “ambosladistas” aplican el mismo juicio a ambas partes, les atribuyen igual responsabilidad, las equiparan (legal, política y moralmente). Una peligrosa forma de argumentar y escurrir el bulto, por la que han optado, entre otros, el papa Francisco y, durante sus recientes visitas a Europa, los presidentes de Brasil y Colombia -en este último caso, con una buena dosis de falacias del tipo tu quoque-.
“Tenemos que alejarnos del esquema habitual de Caperucita Roja, en el que Caperucita era la buena y el lobo era el malo” -dijo el papa Francisco-. A eso conduce el “ambosladismo”: a justificar al lobo disfrazado de abuela porque tenía hambre, mientras se culpa a Caperucita por distraerse recogiendo avellanas.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales