Otra forma de amistarnos con la muerte, y de ir preparando la propia, se va construyendo con los fallecimientos de nuestros seres queridos. Todos, tarde o temprano, habremos de enfrentar ese hecho.
Resulta absurdo preguntarse qué muerte duele más, si la de un hijo, la de un padre o la de un amigo. Entrar a precisar esto sería caer en el terreno de las comparaciones estériles -y por demás irrespetuosas-, pues cada ser humano es un universo único, con sus propias manifestaciones del ego, sus comprensiones singulares y sus zonas de confort y aprendizaje. Tengo personas muy cercanas que han integrado y resignificado los decesos de sus hijos, emprendiendo nuevas formas de transitar la existencia. También, hay otros amigos que se han derrumbado ante la partida de alguno de sus padres y para ellos es como haber perdido el norte. Hay todo tipo de experiencias en el amplio espectro humano, todas con cuotas de dolor, algunas con más o menos sufrimiento. Como creo que nadie muere antes ni después de lo que corresponda, también creo que cada experiencia de atravesar el umbral de la muerte tiene sentidos profundos, no solo para quien lo cruza, sino para quienes seguimos encarnados.
Por supuesto, es diferente que mis seres queridos mueran de viejos a que la parca llegue vestida de alguna enfermedad terminal, un accidente o como resultado de algún tipo de violencia. También es diferente la muerte por abortos, bien sean espontáneos o provocados. Como también creo que nada sucede por casualidad sino por sincronicidad, cada muerte conlleva aprendizajes vitales. ¿Qué podemos aprender? A valorar más cada momento de la vida, a manifestar nuestro amor sin restricciones y en presente, a soltar los apegos por las cosas materiales -importantes, pero que se quedan aquí cuando trascendemos-, a soltar los apegos por quienes se van. Cuando un allegado muere, nuestro dolor es más por nosotros mismos, que habremos de vivir con la ausencia, que por quien ya se fue. Muchas veces la muerte es un gran alivio para quienes se van y para quienes quedan, pero lidiar con el vacío no es tarea sencilla, pues nuestros egos patalean: ya no le vamos a volver a ver, qué será de los deudos, no sé si algún día en alguna dimensión nos volvamos a encontrar. El dolor no es en la tercera persona de quien murió sino en la primera de quien le sobrevive.
La muerte es una realidad. En nuestra cultura la solemos ver como tragedia. Mi invitación hoy es a que la asumamos como una posibilidad de trascender, de crecer, de avanzar en la larga carrera de la evolución de la consciencia. A cada quien le llega su momento…