Todo parece indicar que el próximo será un mal año. Las señales abundan y no son pocas las voces que así lo pronostican. En el terreno económico lo intuye el mercado (que no es ningún demiurgo perverso, sino el resultado de las relaciones dinámicas entre productores y consumidores de toda suerte de bienes y servicios), lo advierten las calificadoras de riesgo, y lo anticipan los bancos centrales y las instituciones financieras internacionales.
En materia ambiental, el pesimismo ya crónico empieza a adquirir, con enorme resonancia, los tonos para nada gratuitos del catastrofismo. En lo geopolítico, ni que decir tiene: ni siquiera las noticias que pudieran ofrecer algún aliciente (como el fiasco ruso en Jersón -que ha obligado a la retirada de las tropas del Kremlin-, o el anunciado encuentro entre Biden y Xi Jinping en el marco de la próxima cumbre del G20 en Bali -en un momento crucial de rivalidad geopolítica y económica entre Estados Unidos y China)- alcanzan a insuflar esperanza y son recibidas, más bien, con descarnado escepticismo.
La Unidad de Inteligencia del semanario The Economist acaba de dar a conocer su perspectiva de riesgo para 2023. El panorama que describe difícilmente tomará a alguien por sorpresa, pero a veces hay que descubrir el agua tibia para poner en evidencia lo que puede pasar en caso de que hierva.
Es sumamente probable que el año próximo la presión inflacionaria que se experimenta en todo el mundo exacerbe el malestar social, y genere una espiral de descontento con importantes repercusiones para la estabilidad política y el comportamiento de la economía, para las cuales ningún país puede darse por blindado.
Hay suficientes razones para esperar que la llegada del invierno agudice la crisis energética europea (que es también una crisis geopolítica y un cuello de botella económico), mientras que los fenómenos climáticos extremos añaden lo suyo al cóctel de la inseguridad alimentaria global, que en algunos lugares ya se presiente como trágica hambruna. Y aunque quizá lo peor del covid-19 ya pasó, el rezago en la inmunización de otras enfermedades (y la revolución que en algunas está provocando el cambio climático) invitan a no descartar otra pandemia.
Habría que ser demasiado optimista para descartar un conflicto directo entre las dos Chinas (con perdón de los que dicen que hay solamente una), quizá bajo la especie de una ciberguerra hacia la que podría escalar, por otro lado, antes que a lo nuclear, la guerra en Ucrania.
Un deterioro aún mayor en la relación entre el occidente geopolítico y Pekín podría desembocar en la desconexión de la economía global con consecuencias realmente desastrosas. Y la severidad del ajuste monetario con el que se intenta contener la inflación podría ser la cereza que corone el pastel de una recesión global a la que ya le sobran ingredientes.
Y eso es sólo lo que especula The Economist. Quién sabe qué cisnes negros (completamente inesperados) y rinocerontes grises (evidentes, aunque hasta ahora desdeñados) aparezcan y arremetan por ahí, que ni el Almanaque de Bristol atine a predecir.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales