“Es un tiempo para la conexión esencial”
El deseo es el camino más rápido hacia la frustración. Uno de los más grandes regalos que nos está haciendo el covid-19 es ponernos de frente ante nuestros deseos y a las limitaciones que tenemos en este momento para cumplirlos. ¿Aprenderemos de ello?
En esa cultura de la inmediatez que habíamos vivido hasta antes de la emergencia del coronavirus nos habían vendido que si deseábamos algo lo tendríamos, ya, a la velocidad de una transacción electrónica o en el menor tiempo posible. También nos vendieron que si satisfacíamos todos nuestros deseos seríamos felices, pues –supuestamente- a eso vinimos a este mundo, de acuerdo con muchos discursos simplistas que plantean la felicidad como el gran objetivo vital. Esa miopía, alimentada por las dinámicas económicas y de consumo, nos ha llevado a creer que la clave de la existencia está en la satisfacción del deseo. Por supuesto, esa es una visión fragmentadora de la realidad, que olvida a propósito a los miles de millones de personas que no tienen acceso a los mínimos para sobrevivir y mucho menos a los bienes de consumo que no son esenciales sino accesorios. Hoy, cuando como humanidad estamos confinados, ese cumplimiento a ultranza de lo anhelado está –cuando menos– aplazado. En ello tenemos una maravillosa oportunidad para aprender.
Hay deseos que no podemos cumplir en el corto plazo. Hoy por hoy no funciona aquello de que si lo quieres, lo tienes. Ello puede generar una diversidad de emociones, que van desde la ira hasta el sufrimiento, pasando por el agobio y la tristeza. ¡Sean bienvenidas todas esas emociones, que también nos habitan, pues hacen parte de la existencia! De ello podemos aprender que la felicidad es, al igual que la tristeza, el miedo o la excitación, una visitante pasajera que va y que vuelve, que no es el fin último de la existencia y que tal vez sea más importante ampliar la consciencia sobre nosotros mismos, nuestras relaciones y el planeta que ser permanentemente felices. No se trata para nada de homogenizarnos en el dolor ni mucho menos en el sufrimiento: se trata, creo yo, de centrarnos en lo esencial, de ganar enfoque en cómo nos humanizamos, a pesar de ser ya seres humanos. Se trata de aprender a reconocernos con todo lo que nos habita y de aceptar su impermanencia, que no es diferente a la de la vida. Como sabiamente lo dice el Eclesiastés, “Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol: un tiempo para nacer y un tiempo para morir… un tiempo para llorar y un tiempo para reír”.
Este parece ser un tiempo para la conexión esencial, con todo y nuestros deseos no satisfechos al instante. Esa conexión tiene múltiples dimensiones: con Dios, o como le llamemos a la Divinidad; con nosotros mismos y la Divinidad de la cual estamos imbuidos; con los demás, en acción compasiva; con la naturaleza, ya no como amos y señores, sino como una parte más del inmenso todo; con el gozo de la existencia, algo mucho más poderoso que la transitoria felicidad. Tal vez, solo tal vez, todo ello sea más importante que satisfacer inmediatamente todo deseo…