Vanidad de vanidades y todo vanidad...dice el texto bíblico. Y semejante sentencia es la que parece haber decidido asumir el Sumo Pontífice, de origen alemán, cuando en un acto inusitado renunció a la más alta dignidad, pero también al más grande poder que la Santa Madre Iglesia puede conferir a uno de sus feligreses. En este caso al mejor conocedor de la cuestión Teológica, la ciencia eclesiástica más importante. No era cualquier cosa conferir semejantes condiciones a una personalidad como Ratzinger, quizás la más sobresaliente. Unir poder intelectual y poder espiritual. Se diría que la máxima aspiración en la vida religiosa.
Le correspondió asumir la santa supremacía después del Papa polaco, muy querido y apreciado, en uno de los momentos más difíciles de la vida de la Iglesia. Realmente una crisis de varias dimensiones. Pero como han escrito algunos su deseo de gobernar no era su principal ambición ni cualidad. Quienes estuvieron cerca de él dicen que sus visitas a México y a Cuba lo derrumbaron. Como que la realidad de lo que vio chocaba brutalmente con su sabiduría teológica. Cuentan algunos textos que lloró incansablemente y que así se desató su decisión de renunciar al Pontificado porque sentía que no tenía la fuerza necesaria para enfrentar estas y otras situaciones. Es que el arte de gobernar es otra cosa... y si se trata de los asuntos divinos, pues ni hablemos. Es que la vanidad intelectual tampoco alcanza para tanto. Y aquí está su gran legado. Ratzinger, el mejor, le decía al mundo no puedo, no soy capaz, se requieren otras características, tal vez la de un religioso menos ilustrado pero más aterrizado, que venga a recuperar lo que se ha perdido y lo que puede perderse. Un gesto de humildad descomunal. Ni la sabiduría reconocida, ni la majestad que ahora al escogerlo como Sumo Pontífice se le añadía, eran suficientes. Apenas vanidad...
Y como si fuera poco abdicar de semejante poder y tamaño honor, adopta una vida monacal, a la vista de todos. Y se resigna a ser uno más dentro de la feligresía católica. Por fortuna el nuevo Pontífice, Francisco, hace gala de mucha humildad en todo sentido y facilita una armonía que muchos creían imposible entre dos Papas que convivían prácticamente en el mismo espacio. Formidable ejemplo para quienes luchan por el ejercicio del poder.
Como si no fuera suficiente, se me antoja decir que suplica a Dios que establezca como fecha para desaparecer una en la cual, ojalá, su deceso se pierda en medio de la ruidosa frivolidad del cambio de año, o sea opacado por la muerte del futbolista más aclamado de la historia, o de una famosa presentadora de televisión, o de la tercera posesión presidencial del izquierdista más admirado en el mundo, Lula. Difícil intento. Pero la jerarquía eclesiástica no podía permitirse que una personalidad tan eminente de la historia eclesiástica se fuera sin notarse. Era un esfuerzo vano de rechazar la vanidad de vanidades...
Durante su breve pontificado elaboró tres encíclicas y dejó un borrador que Francisco utilizó con los debidos reconocimientos. Como correspondía a su altísima formación teológica ellas versaban sobre las virtudes: amor, esperanza y fe.
Fue incomprendido. Un mundo ya demasiado complejo, para un intelectual aún más complejo. Por eso me he limitado a rescatar su decisión de apartarse totalmente de un ambiente que no lo ayudaba en su inmensa misión como Pastor para que esa descomunal tarea recayera sobre otros hombros cuando se requería una fuerza espiritual y física que él declaraba no tener. Admirable. Un gesto que muy pocos han hecho en la historia ante circunstancias similares.
Deja no sólo un sabio legado sino lecciones esenciales de una auténtica vida cristiana.
Sus últimas palabras: Señor, yo te amo.