Cuando a las 4 p. m. de la tarde, desde el centro de la Piazza della Signoria, miramos las esculturas monumentales de Botero alineadas en el Piazzale degli Uffizi, nos sobrevino una sensación indefinible de perennidad. Era apenas natural, porque los gigantes de bronce que nos circundaban estaban al lado del David, de Miguel Ángel; de Judith con la cabeza de Holofernes, de Donatello; del Perseo, de Cellini, del Rapto de las Sabinas, de Giambologna. Florencia le decía a Fernando Botero, has reabierto con tu corazón de artista las puertas del Quattrocento. Tú eres el gigante de nuestro tiempo. Tus compañeros te saludan.
Esa es la dimensión del homenaje que la ciudad toscana le rindió a Fernando Botero, el máximo creador del siglo XX. Alguien escribió entonces: “La Ciudad museo está recomenzando a vivir…” un nuevo Renacimiento, agregaría.
El centro de la cultura del mundo, la Piazza della Signoria, la Sala d’Arme di Palazzo Vecchio, Italia, la bella, todo eso fue el escenario magnifico que consagró para siempre al creador colombiano. ¡Nunca antes, ni después, un artista vivo ha expuesto sus obras en ese Sancta Santorum del arte universal!
Llegó allí con sus pinceles, por entre las páginas de la historia del arte y de los artistas, que bien conocía. Asumió el Quattrocento en cuerpo y alma. Nunca improvisó, pero le gustaba jugar a lo improbable. Elaboró con audacia su lenguaje de formas y volúmenes, que asombran. Por su consagración a las investigaciones del pasado pudo decir, en la ya clásica entrevista que le hiciera Ana María Escallón: “Yo nunca he realizado una pincelada que no esté autorizada por la historia del arte”. Con esa tremenda manoletina, cortó oreja este apasionado por la tauromaquia.
Al releer la entrevista encontré una afirmación que explica muchos de los interrogantes que surgían al mirar desde la serenidad las obras del maestro Botero: El fresco “es como una sinfonía pictórica donde la presencia de lo heroico es inherente”. El artista del Tercer Mundo confiesa su osada vocación de “desafiar la naturaleza, los dioses, la mitología…”. Ese es el mensaje que se advierte en la monumentalidad de sus creaciones.
En la mañana de ese día de verano - 24.VI.1999- al caminar con mi familia por los lugares que se abrirían a la exposición, nos encontramos al maestro Botero poniéndole los bigotes al Gato. Estaba en traje de fatiga y más conversador de lo habitual. Nos contó que años atrás había expuesto en el Forte Belvedere, impulsado por Gianni Mercatalli, un amigo común, y que siempre había soñado hacerlo en la Piazza della Signoria, aunque jamás lo dijo. Si estuviéramos en el Renacimiento sería como estar hablando con Miguel Ángel, le comenté a mis hijos. En su sonrisa, siempre pícara, se asomó la felicidad de la gloria conquistada.
Más adelante, entre las pinturas expuestas en la Sala d’Arme di Palazzo Vecchio, admiramos el díctico-homenaje a Piero de la Francesca y al Presidente Addormentato, que retrata la soledad de América Latina.
Vittorio Sgarbi, un crítico culto y provocador, fue el orador principal en la apertura de la muestra. Es un boteriano informado que resalta la obra escultórica con auténtica pasión. Botero se reconocerá en el futuro como escultor más que como pintor, vaticina. Su residencia en Pietrasanta es confesión de su preferencia por el bronce. Sin embargo, el maestro lo refuta: “Pinto en París, Mónaco y New York”. En Pietrasanta hago esculturas” … “Amo todo lo que hago”
Como broche de oro de nuestras andanzas por Florencia, cuando pocos meses después regresamos a la Galleria degli Uffizi, en compañía del vicepresidente Gustavo Bell, fuimos invitados a conocer el Corredor Vasariano, un pasadizo sobre el Arno que une el Palazzo Vecchio con el Palazzo Pitti. Fue construido por Vasari a petición de Cosme de Médici en 1565. Pocas veces abierto al público, es célebre por su colección de autorretratos que datan del siglo XVI. Recuerdo los de Fillippe Lippi, Rembrant y Rafael, con cara de niño-ángel. Regalo final: el único autorretrato de pintor vivo era el de Fernando Botero.
Giorgio Vasari, autor de “Las Vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos” escrito en el siglo XVI, sigue siendo admirado como historiador del Renacimiento.
Por cierto, en la fiesta de la Mona lisa a los Doce Años, llegó en una Paloma blanca la Madre Superiora, belisarista y chismosa, comentando que, en la última página de esa historia, luego de interpretar los augurios con Da Vinci, Vasari escribió, con letras invisibles, la vida de Botero, el artista que “llevó el volumen al paroxismo”.
Maestro, el adiós que le damos no es un adiós. Es un reencuentro melancólico con el hombre detrás de sus obras. Estas ya pertenecen, como su nombre, a la inmortalidad.