Ojalá se pudiera compartir sin reservas el optimismo expresado por el presidente brasilero tras la cumbre entre la Unión Europea (UE) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y caribeños (Celac) que tuvo lugar en Bruselas la semana pasada. “Pocas veces vi tanto interés político y económico de los países de la UE hacia América Latina” -dijo Lula, para quien la cumbre birregional, que no se realizaba desde 2015- fue “extremadamente exitosa”.
Podría replicársele advirtiendo que lo mismo valdría decir de otras cumbres, que, incluso, se han venido celebrando con mayor regularidad: las de la UE con la Unión Africana, o con la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático, por ejemplo, el año pasado. También, que el éxito del encuentro de marras estuvo a punto de no ser tan extremo, pues casi culmina sin una declaración final por cuenta de las heterogéneas posiciones de latinoamericanos y caribeños sobre la guerra en Ucrania. (A la postre, Nicaragua “no firmó, aprobó ni acompañó lo que hoy fue anunciado, pomposa y mentirosamente, como Declaración de Consenso”, según su canciller).
La verdad es que, por ahora, la cumbre no da para tanto. En primer lugar, sólo de nombre fue birregional. América Latina y el Caribe están muy lejos de constituir, más allá de la geografía, la etiqueta y el discurso, una “región”. La Celac no pasa de ser un foro para el diálogo político (y no pocas veces, para un diálogo de sordos), surgido del atávico resentimiento antiestadounidense de algunos países, e incapaz de representar posiciones convergentes sobre cualquier asunto verdaderamente relevante.
Por otra parte, la UE ha tenido que rendirse ante la evidencia de que, en la práctica, su relación con los Estados latinoamericanos y caribeños sólo es posible en términos bilaterales, con base en agendas particulares definidas con cada país, o, a lo sumo, con conjuntos subregionales que no siempre son capaces de operar como tales.
En segundo lugar, algunas de las condiciones que podrían apuntalar una relación birregional fructífera y con un auténtico potencial geopolítico y geoeconómico han venido erosionándose significativamente en tiempos recientes. El compromiso de América Latina y el Caribe con la democracia y el Estado de Derecho parece estar hoy en entredicho o, por lo menos, ser bastante selectivo. A ello cabría añadir la pérdida de competitividad de la región, y la incapacidad de algunos de sus líderes de superar la mentalidad de la Guerra Fría y otros maniqueísmos ideológicos trasnochados, salpimentados con el nuevo antagonismo Norte-Sur, que no es más que ruido y furia que nada significa.
Así las cosas, el interés de Europa hacia América Latina que tanto emociona al presidente Lula difícilmente podrá sostenerse; estará sujeto al vaivén de dinámicas globales frente a las cuales la “región” tiene escasa o ninguna agencia; y no será más que el reflejo de una relevancia derivada, no de sus propios méritos, sino del valor de cambio coyuntural que pueda tener como pieza en un juego que son otros los que juegan.
Para saberlo habrá que esperar a 2025, cuando se realice la próxima cumbre (si se realiza) en la “potencia mundial de la vida”.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales