El salvaje tiene un solo límite: su instinto de supervivencia. Tal es la única razón por la que podemos asistir al macabro juego de Vladimir Putin con la central nuclear de Zaporiyia sin aterrarnos absolutamente.
En efecto, la afectación bélica de esa gigantesca planta atómica, y no digamos su eventual destrucción, perjudicaría a Rusia tanto o más que a Ucrania, de suerte que la compulsión por dañar de todas las formas posibles al país invadido, y de rebote a cuantos otros le ayudan frente a la agresión, encuentra en el instinto de conservación del salvaje una barrera insuperable, a menos que su grado de delirio autodestructivo no alcance las cotas a que llegó Hitler en los amenes de la II Guerra Mundial.
De momento, y si alguno de los proyectiles que vuelan en torno a la central no impacta por "accidente" en su zona más sensible, no parece que Zaporiyia vaya a reeditar los horrores de Chernobil o Fukushima, y a reforzar esa idea, esa esperanza más bien, acude la próxima visita de inspección del Organismo Internacional de Energía Atómica, cuyos comisionados ya llegaron a Kiev, la capital ucraniana.
En tanto llegan a la planta nuclear más grande de Europa, que ya se las arreglarán los rusos para que tarden en hacerlo, se irán borrando las pruebas del uso militar que se le ha dado desde los primeros días de la invasión, bien como puesto seguro desde el que disparar impunemente, bien como almacén de material bélico igualmente a resguardo, bien como inestimable punto de observación conectado con la artillería situada en las inmediaciones que vomita su fuego contra las cercanas posiciones ucranianas.
Hacer una guerra, cualquier guerra, ya es salvajismo puro y duro, pero ésta emprendida por Putin contra un país vecino al que le une no sólo la Historia, sino la hibridación del intercambio constante en todos los órdenes, tiene un aire medieval de brutalidad y desprecio de la vida que le faculta para prescindir incluso del disimulo. Lo mismo se bombardea un teatro con mil civiles dentro, o un hospital, o un tren de refugiados, o un museo, o una escuela, o una panificadora, que se quema el gas que a Europa le va faltando en su misma frontera, que se desconecta el fluido eléctrico de una central nuclear durante un par de días para que el terror se extienda como lo haría la propia nube radioactiva.
Sólo parece haber un límite, y es difícil permanecer impávido viendo si lo cruza o no lo cruza.