El 21 de abril de 2024, cientos de miles de colombianos salieron a las calles en defensa de nuestra República, alzando sus voces sin recurrir a la violencia, el vandalismo, o la apología a grupos terroristas. El actual presidente catalogó esta manifestación cívica ejemplar como una marcha de “oligarcas", limitada en su verdadero alcance a unas pocas ciudades andinas, cuyo objetivo era socavar la democracia al promover un “golpe blando.” Han sido y serán muchos quienes demuestren lo contrario desde sus diversas experiencias, por lo que en esta columna me enfocaré en la mía.
Aquel día crítico, viajé tres horas desde mi apartamento en New Haven hasta la zona de Jackson Heights, un vecindario emblemático del distrito de Queens, en la ciudad de Nueva York. Encontré un barrio pujante y bullicioso, rico en negocios y restaurantes colombianos, y me dirigí al parque Manuel de Dios Unanue, designado así en honor al primer periodista víctima del narcotráfico en los Estados Unidos. Buscando mostrar su independencia frente a un gobierno humillantemente generoso con la delincuencia, la comunidad colombiana de Queens escogió ese lugar profundamente histórico para unirse a las protestas del 21 de abril.
Encontré en Queens una diáspora que abarcaba colombianos de todas las edades y regiones -antioqueños, sí, pero también caleños, cafeteros, santandereanos, costeños y bogotanos- hijos de ambas costas y de las tres cordilleras que integran al país y lo hacen brillar por su diversidad. Ante todo, encontré gente trabajadora, sujeta a las dificultades de la vida diaria del emigrante, como lo son las barreras linguísticas, la discriminación y la necesidad de construir todo desde cero, pero capaz de superar esos retos para contribuir a sus comunidades y al futuro de sus familias.
A pocos momentos de llegar a la manifestación, me conmovió ver a los emigrantes interrumpir sus arengas contra el gobierno para dedicarle un aplauso animado a la policía de Nueva York. Ante la gratitud sincera y bondadosa de los colombianos, los cuatro policías estadounidenses que vigilaban la protesta parecían confundidos, aparentemente poco acostumbrados a recibir el mismo tratamiento por parte de sus conciudadanos. Al haber huido de un país donde la institucionalidad no ha terminado de conquistar a la barbarie, los emigrantes entienden agudamente el valor de las instituciones, ya sea en sus hogares estadounidenses o en las partes de Colombia a donde regresan periódicamente para huir del cruel invierno norteamericano. Yo comparto profundamente esta misma conciencia, por lo que desde ese instante, me sentí rodeado de compatriotas.
Al concluir la jornada, tuve el privilegio de almorzar con dos parejas colombianas, curiosamente desconocidas entre ellas. Luego de una conversación amigable y amena, llegamos a la conclusión de que lo único positivo que ha hecho el actual gobierno es unirnos en su contra y a favor de una patria común.
Regresé a New Haven convencido de haber encontrado, en ese pequeño parque de Jackson Heights, un microcosmos de la Colombia que hizo desbordar las plazas y grandes alamedas al otro lado del mar Caribe. En Colombia marchaban por no marcharse; en Queens, por un mejor país para sus familiares, al que pudieran, finalmente, regresar tranquilos. El presidente menosprecia a esa Colombia, más grande que las mismas fronteras de nuestro hogar, pero esperemos que el congreso, los gobiernos locales y todas las demás instituciones representativas del país sepan atender sus súplicas. Si para lograrlo es necesaria la legítima destitución del mandatario, no habría mayor muestra de espíritu democrático que poner a la república por encima de su presidente.