La grave crisis fiscal que afecta al Gobierno nacional central y que ha obligado a billonarios recortes presupuestales tanto el año pasado como el que arranca, tiene dos causas innegables. La primera, sin duda alguna, tiene que ver con una falla recurrente del actual Gobierno en la tasación de los presupuestos generales de la Nación para cada vigencia, y la segunda, parte de la base de no reconocer el principio fundamental de que una economía que no crece a buen ritmo difícilmente cumplirá con los objetivos de recaudo tributario.
En cuanto a lo primero es claro que durante la administración de izquierda se ha producido un sobredimensionamiento de la carta anual de gastos de funcionamiento, inversión y servicio a la deuda.
Cuesta entender cómo es posible que un país que para 2022 ejecutó un presupuesto de $350 billones, impulsado entonces por un récord de crecimiento pospandémico, haya decretado para este 2025 un monto de $523 billones, con un desfinanciamiento cantado de $12 billones y un aparato productivo que a duras penas habría cerrado en diciembre pasado con un PIB de máximo 1,8%.
¿Cuáles son los elementos objetivos en materia fiscal, tributaria y de crecimiento económico real que pueden explicar que en apenas tres años el presupuesto de gastos de funcionamiento, inversión social y servicio de la deuda, se haya incrementado en más de $170 billones?
Ese interrogante es el que no ha podido explicar el equipo económico del actual gobierno, que, dicho sea de paso, ha estado marcado por la inestabilidad en las dos instancias claves de la evolución del escenario productivo: la cartera de Hacienda y la DIAN, entidades que en dos años y medio ya contabilizan tres titulares cada una.
Esta situación resulta más alarmante si se tiene en cuenta que en el segundo semestre de 2022 el Congreso le aprobó al gobierno Petro una reforma tributaria por $80 billones, la más alta en la historia colombiana. Precisamente por ello fue que el gobierno proyectó un presupuesto de $405 billones para 2023, en medio de un ambiente oficial en el que pululaban las promesas de programas e inversiones de claro corte populista, paralelo a un disparo de los gastos burocráticos y a un festín de inversiones y programas no esenciales. Sin embargo, las cuentas del ejecutivo rápidamente se empezaron a evidenciar alarmantemente desfasadas, no solo porque el recaudo tributario quedó $12 billones por debajo de la meta proyectada, sino porque la economía entró en un periodo cuasi-recesivo, a tal punto que del 7,5% en que creció el PIB al cierre de 2022 se pasó a un pobrísimo 0,6% al año siguiente. A esto hay que sumar sendos fallos de la Corte Constitucional tumbando artículos clave de la tributaria de 2022, lo que profundizó el déficit fiscal y de cuenta corriente.
Para nadie es un secreto que esta descolgada económica se debió en gran parte a las controvertidas políticas sectoriales de la Casa de Nariño que, según la cúpula gremial, las firmas calificadoras de riesgo, la banca multilateral y otras instancias internas y externas, generaron una ola de incertidumbre, inseguridad jurídica, caída de la inversión extranjera directa y un desaceleramiento marcado del clima de negocios. La controvertida estrategia minero energética, así como el impacto del accidentado trámite de las reformas pensional, laboral, de salud y otras áreas, figuran como las principales causas de ese drástico cambio de tendencia en la economía colombiana.
Pese a lo anterior y haciendo caso omiso de las solicitudes de la empresa privada, los centros de estudios económicos, partidos y otras instancias, el gobierno volvió a apostar por un presupuesto desbordado para 2024, por un monto finalmente aprobado de $502 billones. Y la historia se repitió: las metas de recaudo de la DIAN volvieron a quedar en rojo, el PIB apenas habría crecido un 1,8% y la regla fiscal, que es el principal elemento de disciplina en el gasto público, cerró al borde del incumplimiento más grave de la última década, exceptuando la crisis pandémica.
Visto lo anterior, resulta innegable que los billonarios recortes al presupuesto, especialmente en subsidios, infraestructura y otros programas de inversión social, no son una circunstancia extraordinaria, sino que, por el contrario, responden a ese sobredimensionamiento estructural del presupuesto en que ha incurrido un gobierno que ha gastado a manos llenas, desató una campaña contra la iniciativa privada y se ha negado de manera reiterada a implementar un verdadero y efectivo plan de choque para sacar a la economía del escenario crítico en que hoy se encuentra.
Esta conclusión se sustenta en que por más que la Casa de Nariño esté aplicando fuertes tijeretazos al gasto público, incluso procediendo por fin a un apretón burocrático, el propio comité autónomo de la regla fiscal volvió ayer a advertir que esta disminución de recursos continúa siendo insuficiente y que todavía es necesario apretarse el cinturón en no menos de $40 billones. Un monto que podría ser incluso mayor si el PIB y el recaudo continúa de capa caída.