Dijo Shakespeare, por boca de Calpurnia en Julio César, que “Cuando muere un mendigo no aparecen cometas. La muerte de los príncipes inflama a los propios cielos”. ¿Acaso hay algo que no haya dicho Shakespeare sobre cualquier cosa? Bastaría esa sola cita para inspirar un tratado de política internacional, una teoría sobre la forma en que los acontecimientos que afectan a las potencias provocan consecuencias allende sus fronteras y sus más directos intereses (y, a veces, incluso a contrapelo de ellos).
Se han cumplido 20 años de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, que, más allá de sus efectos en y para Estados Unidos, definieron en buena medida el curso que la historia ha tomado durante estas dos décadas; y que, por su impacto geopolítico global, bien podrían calificarse como los más graves ocurridos hasta ahora. (Valga la glosa: incluso más que el asesinato de Francisco Fernando en Sarajevo, que sirvió de detonante a la I Guerra Mundial (que, probablemente, hubiera estallado, de cualquier modo, tarde o temprano). Un curso y un impacto a los que no fue ajena Colombia, que atravesaba por aquel entonces un momento verdaderamente crítico en materia de seguridad.
Para decirlo en pocas palabras, por cuenta del 11S Colombia acabó involucrada, de una forma peculiar, en la “guerra contra el terrorismo” declarada por Washington (y que, dicho sea de paso, aunque la retirada de Afganistán pueda dar otra impresión, está lejos de haber terminado).
La torpeza táctica de las Farc contribuyó a que así fuera. En febrero de 2002, con un secuestro aéreo -por definición, un acto terrorista- rebosaron la copa del proceso del Caguán. Un año después ejecutaron el atentado contra el club El Nogal; al tiempo, prácticamente, que Estados Unidos promulgaba su Estrategia Nacional para Combatir el Terrorismo -en la que las Farc merecieron aparecer, con nombre propio, junto a Al Qaeda y Abu Sayyaf-. La condena unánime del Consejo de Seguridad de la ONU a los hechos de El Nogal, en la resolución 1465, días después de ocurridos, acabó dando la razón (y no sin razón) a quienes las calificaban de organización terrorista. Un calificativo que no excluía, de suyo, que fueran también otras cosas.
Por ese camino, el Estado colombiano empezó a enfrentar a las Farc en clave de “guerra contra el terrorismo”. El Plan Colombia fue reinterpretado por Washington y Bogotá en ese sentido. Y mientras las Farc veían erosionada su ya mermada pretensión de cualquier legitimidad, el Gobierno colombiano puso en riesgo la de sus esfuerzos al negar, no siempre con coherencia, la existencia de un conflicto armado interno.
Incluso la relación con los vecinos acabó permeada por la lógica contraterrorista. Para justificar la extraterritorialidad de la Operación Fénix, Colombia invocó la resolución 1373 de 2001 del Consejo de Seguridad, uno de los pilares del régimen internacional contra el terrorismo.
No habrá pensado nunca Osama bin Laden, en las cuevas de Afganistán, que su osadía implicaría tanto para el que algún expresidente llamó, sardónicamente, “el Tibet suramericano”.
* Analista y profesor de Relaciones Internacionales