El pasado 31 de octubre, una encuesta publicada por la revista Bloomberg reveló que el 77% de los colombianos considera que la corrupción es uno de los tres problemas más apremiantes del país. Ningún otro problema generó niveles semejantes de preocupación. Apenas el 32% de los encuestados mencionó la inseguridad, criminalidad o narcotráfico, mientras que el 28% se refirió al debilitamiento de la democracia, siendo estas las categorías que ocuparon el segundo y el tercer lugar, respectivamente.
El reportaje de Bloomberg destaca que la corrupción no parece monopolizar la preocupación ciudadana en ningún otro país encuestado de la región, ni siquiera en países con niveles semejantes o mayores de corrupción, como lo son Brasil, México y Argentina. Es un rechazo profundo, alimentado tanto por los episodios más vergonzosos de nuestra historia reciente como por las gravísimas sospechas contra un gobierno que, lejos de acabar con la corrupción, se ha empapado de ella. En cierta medida, esta visión menosprecia las virtudes de nuestra institucionalidad, aquellas que nos hacen un país más transparente que la mayoría de nuestros vecinos y que nos protegen de la suerte de la hermana Venezuela, gobernada hoy por el segundo estado más corrupto de todo el planeta. Sin embargo, es la visión de una sociedad que puede y debe aspirar a más, todavía lejos de alcanzar los niveles de transparencia que caracterizan a países como Chile, Uruguay o Estados Unidos.
La base de datos del Proyecto de Justicia Mundial, dedicada a evaluar el imperio de la ley en el mundo, nos permite entender mejor las fortalezas y debilidades de Colombia en materia de corrupción. Por un lado, debemos proteger el carácter abierto de nuestras instituciones gubernamentales, es decir, el acceso a información pública de calidad y herramientas legales para fiscalizar la labor estatal.
Nuestro país se destaca positivamente en esta categoría, siendo el cuarto estado más abierto de Latinoamérica, superado solo por Uruguay, Chile y Costa Rica, así como el segundo más abierto del mundo con niveles comparables de desarrollo económico. Asimismo, debemos abrazar a nuestras fuerzas armadas y al poder judicial, cuyos integrantes se aproximan al promedio global en sus niveles de corrupción, entendida como el abuso del cargo público para beneficio privado.
Por otro lado, los datos del Proyecto de Justicia Mundial revelan cuatro puntos críticos en la lucha contra la corrupción. Demuestran que la corrupción por parte del poder ejecutivo ha incrementado considerablemente en los últimos años. Mientras que en 2021 ocupábamos el puesto 80/139 en ese sentido, para el 2024 pasaríamos a ocupar el puesto 103/142, un deterioro lamentable pero escasamente sorprendente considerando la llegada de Gustavo Petro al poder.
El poder legislativo no ha visto deterioro semejante, pero en términos absolutos, está en condiciones aún peores. De 142 legislaturas evaluadas, el Congreso de la República ocupa el puesto 134. Solo hay ocho legislaturas en todo el mundo más corruptas que nuestro congreso, cuya conducta se parece a las de países como Honduras, El Salvador, Guatemala y Perú, todos países cuyos niveles generales de corrupción son considerablemente superiores a los colombianos.
Finalmente, sufrimos de dos problemas comunes en Latinoamérica que presentan mayores incentivos y oportunidades para la corrupción: la impunidad generalizada ante la mala conducta de los oficiales gubernamentales y las demoras injustificadas de los procesos administrativos.
Avanzar frente a la corrupción requerirá, entonces, orientar nuestros esfuerzos hacia esos cuatro puntos críticos. En mi próxima entrega de esta columna, exploraré algunas propuestas con ese fin en mente.