En mi última entrega de esta columna, argumenté que la corrupción en Colombia, considerada el mayor problema del país por la mayoría de sus ciudadanos, es particularmente grave en cuatro aspectos críticos. El abuso del poder ejecutivo ha incrementado a niveles alarmantes desde la llegada de Gustavo Petro al poder. Nuestra legislatura es una de las más corruptas del planeta. Los procesos administrativos enfrentan demoras alarmantes, que se prestan para que los funcionarios les vendan celeridad a los intereses corruptos. Finalmente, la impunidad ante la mala conducta de los oficiales gubernamentales es generalizada.
Para afrontar estos problemas, vale la pena destacar la fórmula de corrupción concebida por el académico estadounidense Robert Klitgaard: Corrupción=Monopolio+Discreción-Rendición de cuentas. Mientras mayor sea la capacidad de un funcionario de controlar un bien público, disponer libremente de él, y eludir cualquier tipo de castigo por sus acciones, más probable será que aquel funcionario abuse de su poder para beneficiarse a sí mismo. Conquistar la corrupción consiste, ante todo, en acabar con los incentivos que la reproducen.
En ese sentido, un paso importante para Colombia sería incrementar el poder de los ciudadanos sobre los funcionarios públicos. Por un lado, podemos reducir el poder de discreción de los políticos. En Suiza, uno de los países más transparentes del mundo, bastan 50,000 firmas para convocar a la ciudadanía a un referéndum para abolir una ley impopular. En términos proporcionales a nuestra población, eso equivaldría a la recolección de alrededor de 312,500 firmas. Si la ciudadanía colombiana tuviese una herramienta tan robusta para frenar una ley evidentemente corrupta, ya sea en sus intenciones o en el proceso de su aprobación, los congresistas no podrían garantizarle a nadie la capacidad incontestable de aprobar aquellas leyes. En términos económicos, el voto de un legislador perdería valor en el mercado de la corrupción, incrementando así la pulcritud legislativa.
También sería importante construir herramientas políticas de rendición de cuentas. Por eso, considero necesario reglamentar el referéndum revocatorio contra el presidente como válvula de escape contra los gobiernos evidentemente corruptos. En cuanto al Congreso, apoyaría una transición de nuestro actual sistema de representación proporcional a un sistema de circunscripciones uninominales, para que cada congresista se tenga que elegir independientemente en un área geográfica particular. Así, la ciudadanía colombiana no se vería en la imposible tarea de fiscalizar simultáneamente a casi trescientos legisladores, la gran mayoría desconocidos, cuyos futuros políticos no dependen ni de ciudadanos particulares ni de sus partidos, cada vez más débiles. Como ocurre en los Estados Unidos, cada colombiano tendría un senador y un representante a la cámara, al que le podrían exigir consistencia política y la fiel representación de sus intereses regionales o comunitarios.
Finalmente, para acabar con las miles de instancias de poder de monopolio por parte de los funcionarios públicos, deberíamos reevaluar todas nuestras regulaciones y procesos administrativos. Siguiendo el ejemplo de Federico Sturzenegger en Argentina, hoy Ministro de Desregulación y Transformación del Estado, deberíamos preservar solamente aquellas regulaciones que cumplan una función social, eliminando a todas las que sean ineficaces o que restrinjan el desarrollo de actividades beneficiosas.
En un país con menores incentivos políticos y oportunidades administrativas para la corrupción, sería más fácil que la sociedad y las cortes reaccionen a aquellos casos que se sigan presentando, por lo que estas reformas contribuirían también a solucionar el problema de la impunidad generalizada. Es posible para Colombia conquistar la corrupción. Sólo hace falta el compromiso político para lograrlo.