El derecho a la propiedad privada es una de las bases fundamentales de cualquier sociedad próspera y justa. Rara vez ha sido un derecho absoluto, pues incluso las sociedades más liberales generalmente contemplan expropiaciones por razones de utilidad pública, debidamente compensadas por el Estado. Sin embargo, ningún país ha alcanzado el pleno desarrollo arrebatándole masivamente a sus ciudadanos lo que han adquirido justamente por trabajo, inversión o herencia. Soñar con un país en el que el Estado se apropie arbitrariamente de millones de hectáreas de tierra fértil para redistribuirlas es soñar con un país sumido en la miseria y la arbitrariedad. Ese es el sueño de Petro cuando lamenta que en Colombia nunca haya habido una “reforma agraria seria.”
Gran parte de Latinoamérica ya ha experimentado con reformas agrarias redistributivas, sufriendo siempre las mismas consecuencias. Primero, los dueños originales de los predios a expropiar, ya sean grandes terratenientes, multinacionales, o pequeños y medianos productores, hacen todo lo posible por vender el capital y los insumos de sus operaciones agrícolas, pues no vale la pena mantener productiva la tierra sin poder gozar de sus frutos. Quienes no han perdido sus tierras se abstienen de realizar nuevas inversiones, atormentados por la incertidumbre jurídica, porque apenas comienza el frenesí redistributivo, nadie puede garantizar cuándo terminará. Los nuevos dueños de los predios frecuentemente carecen del capital o el conocimiento para incrementar o mantener la producción de la tierra que reciben. En muchos casos, tienen que darle a la tierra usos completamente nuevos, porque diferentes cultivos tienen diferentes escalas óptimas de producción, por lo que deben empezar de cero la selección de un cultivo ideal. Todos estos factores culminan en una crisis de la economía rural, marcada por colapsos asimétricos de la producción agrícola, grandes distorsiones de precios relativos y un ambiente de precariedad e incertidumbre.
Mientras más ambiciosa sea la reforma agraria, más graves serán todos los efectos mencionados. A mediados del siglo pasado, la más nociva fue aquella impulsada por el gobierno revolucionario cubano. Entre 1961 y 1971, como resultado de esta reforma, la cantidad promedio de tierra necesaria para producir los mismos cultivos incrementó en un 63% en Cuba, una pérdida espectacular de productividad de la tierra. Un colapso semejante en términos de productividad laboral implicaría que un trabajador cuya jornada sea de ocho horas diarias tendría que trabajar trece horas para mantener el mismo salario.
Entre 1969 y 1975, Perú experimentó un incremento equivalente del 29% por cuenta de la reforma agraria de la dictadura de Velasco, mientras que en Chile, cuyos gobiernos democráticos avanzaron una reforma más modesta, el incremento fue del 14% entre 1962 y 1973. Mientras tanto, en Colombia, donde nunca hubo una “reforma agraria seria” del tipo que hoy propone el presidente, la cantidad de tierra necesaria para producir los mismos cultivos se redujo en un 38% entre 1961 y 1975; equivalente, en términos de productividad laboral, a una reducción de la jornada de ocho horas diarias a una de cinco horas por el mismo salario.
A pesar de tantos otros flagelos que ha vivido el campo colombiano, la ausencia de grandes reformas agrarias lo ha fortalecido. Nuestro sector de agricultura, pesca y extracción de madera ha crecido en un 420% entre 1965 y 2022, según el Banco Mundial, considerablemente mayor que el crecimiento regional de este sector del 315%. Para consolidar el desarrollo rural, necesitamos garantías jurídicas y de seguridad, inversiones estatales orientadas a aumentar la producción y mayor innovación privada que nos permita agregar valor. Las reformas agrarias logran todo lo contrario.