La decisión de complementar la labor de la Policía mediante el patrullaje disuasivo de la Policía Militar en la Capital de la República es una señal más de los vacíos del Gobierno en lo que a las políticas de seguridad se refiere. No se puede esperar que haya estrategias de seguridad pertinentes y conducentes, cuando las diferencias entre seguridad nacional, seguridad interior y seguridad ciudadana son borrosas en las visiones de las altas instancias estatales. Parecería ser que la mirada estratégica quedó nublada debido al desdén con el que el presidente y sus ministros de defensa vieron la terminación del conflicto armado con las Farc y sus efectos sociopolíticos en un contexto de pandemia.
En lo atinente a seguridad ciudadana, lo que ha venido ocurriendo en varias capitales de departamento es una especie de incendio que no por su intermitencia deja de ser altamente preocupante. En Bogotá, la percepción imperante es que la ciudad está convertida en un caos de inseguridad, debido, especialmente, a que los hurtos y homicidios han aumentado con alta dosis de espectacularidad. Para la ciudadanía es prácticamente imposible no experimentar visos de pánico después de ver en televisión a una mujer que recibió unas puñaladas en medio de un intento de robo, o con el recuerdo de Humberto Sabogal, el policía asesinado cuando intentaba detener el hurto de una moto.
Y no es una simple percepción: las cifras oficiales de inseguridad “in crescendo” respaldan el miedo ciudadano. Es pues inevitable percibir que la Policía está siendo insuficiente para detener la ola de inseguridad que se está viviendo y que por tanto se requieren medidas correctivas tanto de choque como estructurales en todo el sistema de seguridad.
Es más, los serios problemas de seguridad que afronta la capital no se van a solucionar con la Policía Militar en las calles, pero el problema de la desconfianza de los ciudadanos en las autoridades en general y la policía en particular se neutraliza un tanto con estos actos de presencia institucional militar. Pero hay que decirlo: es ya irreversible para el actual gobierno el progresivo aumento de la desconfianza hacia la policía y la consecuente pérdida de su autoridad ante los ciudadanos, falencia ésta directamente proporcional a la tibieza con que ha actuado el gobierno respecto a los abusos y desmanes en que han incurrido varios policías durante los eventos de desorden público que han ocurrido en los últimos años.
Ahora bien, el problema de la seguridad ciudadana es más complejo. Por ejemplo, un sistema que el año pasado liberó más de 31.000 personas que ya no debían estar recluidas, pero que mantiene más de 20.000 detenidos en las URI y centros de detención transitoria, sin capacidad para tramitar los respectivos procesos, es un sistema que está explotando en pedazos. Se requiere pues una intervención profunda que empiece por restablecer un sistema de seguridad en el que las competencias y funciones estén bien definidas y los funcionarios que las deben cumplir estén bien capacitados incluyendo exigentes estándares éticos.