Durante mucho tiempo, los microestados insulares han sido relativamente relegados a un lugar marginal en el escenario internacional. La política mundial es, por definición, asunto de grandes potencias -que lo son, entre otras cosas, por la vastedad de su territorio-; y es la política mundial la que configura las fuerzas que hacen la política internacional. (La distinción entre política mundial y política internacional podría parecer un mero juego conceptual, pero está lejos de serlo). En esas condiciones, y dando por sentada la continuidad, por otros medios, de sus vínculos con las metrópolis de antaño, resulta hasta cierto punto lógico que así haya sido. Con arreglo a esa marginalidad, han sido tradicionalmente tratados con un despreocupado desdén, que quizá no haya sido del todo nocivo para ellos.
Pero desde hace algunos años ese panorama está cambiando. En los foros multilaterales cada voto cuenta -y el de cada microestado tanto como el de cualquiera-. Agrupados en bancada, los pequeños Estados han demostrado más de una vez el peso que derivan de su sumatoria: lo que a menudo ocurre en la OEA es un buen ejemplo de esto. Como Estados, gozan de los mismos derechos que cualquier otro ante el derecho internacional. Sus reducidas dimensiones en los mapas son, por otro lado, una mera apariencia cartográfica: la atomizada condición archipelágica que caracteriza a muchos de ellos dilata su soberanía y sus competencias territoriales en los mares, con todo lo que eso implica.
Es verdad que lo anterior no compensa sus limitados recursos, ni la insuficiencia de sus capacidades para aprovecharlos -incluso cuando no son tan limitados-. Pero en ese hecho crudo y duro, los microestados insulares han encontrado un potencial apalancamiento para agenciar sus intereses.
En Indopacífico, donde confluyen varias fallas tectónicas geopolíticas en un tablero en el que se despliegan distintas rivalidades, el habitual desdén está dando paso a una creciente relevancia. Mientras China presiona y soborna a los pequeños Estados de la región que aún reconocen a Taiwán para que cambien de norte, Estados Unidos convoca a los líderes insulares y los recibe en la Casa Blanca con inusitado miramiento. Reino Unido, Francia, Australia, Japón, hacen lo propio.
Naturalmente, a los protagonistas habituales podría interesarles que los microestados del Pacífico no sean más que actores de reparto, ahora que parecen llamados a entrar en escena. Pero no están predestinados a serlo.
Entre encuentros y desencuentros, llevan años construyendo una agenda común, y se han anotado más de un logro gracias a ella. No ha sido fácil: la proximidad geográfica y la similitud de condiciones no bastan para garantizar la convergencia ni la sintonía. Pero está claro que el éxito de su cuarto de hora dependerá, en buena medida, de su voluntad y habilidad para configurar un cardumen suficientemente sólido y sincronizado que les permita rodear -incluso distraer- a los peces más grandes.
Durante su reunión esta semana en Tonga, eso es, precisamente, lo que tendrán en su mira las islas del Pacífico. Lo que estarán calibrando, también, los observadores invitados. Lo que definirá, en últimas, el tipo de relevancia que tendrán en las próximas décadas.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales