Matarlos de hambre. Eso fue, literalmente, lo que hizo el régimen liderado por Stalin con cerca de siete millones de personas en la Unión Soviética a comienzos de la década de 1930. Matarlos de hambre: confiscando tierras, requisando cosechas y alimentos, aislando poblaciones, castigando con toda la severidad de la que era capaz -una severidad demencial- a los campesinos que no cumplían con las imposibles cuotas de producción que les eran impuestas, o a quienes robaban grano para tratar de hacerlo o, simplemente, para tener algo qué comer.
Holodomor, se llama. Así consta en los libros de historia; y así lo recuerdan aún hoy los ucranianos, que lo padecieron más que cualquiera, pues con ellos Moscú se ensañó con perversa predilección; entre otras cosas, porque había que reprimir y extirpar de raíz el nacionalismo ucraniano -ya desde entonces europeo-.
La historia no se repite, pero rima, dijo Mark Twain. Huelga decirlo otra vez: casi siempre, con cacofonía…
La invasión rusa a Ucrania ha desencadenado una guerra global. O, al menos, una guerra con repercusiones globales. Tal es la magnitud de sus efectos colaterales, no sólo en el ámbito geopolítico, sino en el económico, el societal, el ambiental y el tecnológico. La guerra es la madre de todos los riesgos. Y uno de ellos, que parece asomarse cada vez con mayor nitidez en el horizonte, es el de una crisis alimentaria mundial.
A fin de cuentas, en el campo de batalla se enfrentan dos grandes potencias agrícolas. El 70% de la superficie de Ucrania corresponde a tierras laborables. Ucrania y Rusia representan, en conjunto, la tercera parte de las exportaciones de trigo en todo el mundo. También son proveedores principales de cebada, semillas de girasol, y fertilizantes. La guerra ha provocado una preocupante contracción en la oferta de todos estos productos, como consecuencia de distintos factores: la suspensión de la labor en los campos, el paro de la actividad agroindustrial, la disrupción de las cadenas de suministro, el cierre de las rutas comerciales, la exclusión de Rusia del sistema de pagos, entre otros. Por si fuera poco, algunos Estados han prohibido preventivamente la exportación de granos, agravando aún más el panorama.
El impacto alimentario de la guerra será particularmente fuerte en los países más pobres, que suelen depender de las importaciones para cubrir la demanda interna de alimentos. El imperativo de atenderla supondrá mayores presiones sobre erarios ya bastante estresados, y pondrá a los gobiernos en difíciles encrucijadas. La evidencia muestra una relación directa entre las hambrunas, la agitación social y la inestabilidad política. Así ocurrió en distintos lugares del mundo en 2007-2008, la última vez que se produjo una escalada de precios similar a la actual. No hay que ser una lumbrera para entenderlo.
Muchos Estados hicieron la vista gorda ante el Holodomor y otros lo encubrieron. Sería un error hacer lo mismo ahora con la crisis alimentaria mundial catalizada por la agresión rusa a Ucrania. Un error no sólo moral, sino geopolítico, diplomático, y estratégico, que sería imperdonable cometer.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales