Me sorprendió el fin de semana pasado con un libro cuyo tema es el suicidio de una persona y sus efectos en los que vivían con él. El suicidio, me parece, es sobre todo una gran pregunta, cuya respuesta aún es desconocida pues se da en todos los ambientes humanos. Es como si un hacha cayera sin misericordia, no solo sobre quien en efecto morirá, sino sobre todo su entorno, dejando una herida que parece nunca acabar de cicatrizar. Pero este acto aplastante es también una revelación. Algo sale a flote. Es como si los monstruos de la vida humana se rebelaran en un momento determinado y, quizás descubriendo una fisura, resolvieran salir todos a una para devorar una presa indefensa. Es, en efecto, el suicidio, un hecho monstruoso.
En nuestra época, tan presumida de haber resuelto los grandes problemas de la humanidad, es mucho más llamativo, y si se quiere, inexplicable, que alguien termine con su propia vida en un acto deliberado. Pero tal vez, al menos en términos generales, sí hay de dónde cortar tela sobre el tema. Mucho del modo de hacerse la vida hoy ha llevado a que no pocas personas se sientan desamparadas, en todo sentido. Niños y jóvenes pasan demasiado tiempo separados de sus papás porque tanto los unos como los otros viven super-ocupados. La mentalidad actual también ha engendrado como una cortina de hierro para que las personas no pasen a los terrenos donde hay capacidad de creer: en Dios, en el matrimonio, en la familia, en la amistad, en los proyectos y también en la capacidad de superar dificultades. Buena parte de la humanidad está hoy abandonada, desamparada, en el desierto del sin sentido y no se le quiere dejar salir de allí. El suicidio revela en parte algo de todo esto.
Y no creo ser demasiado sesgado al afirmar que el debilitamiento de la fe religiosa, cuando no su ausencia total, ha hecho todavía más compleja la travesía terrestre del ser humano. Esto lo ha convertido en una especie de rumiante que pareciera no tener más tarea que comer, engordar y morir. Hombres y mujeres han sido llevados, incluso con razones aparentemente muy plausibles, a soltar todo lo que siempre dio seguridad a la humanidad. Lo trascendente, los relatos dadores de sentido, la estructura espiritual, la palabra confiable, los amores indisolubles -porque los hay-, el amor fiel al prójimo, todo ha sido desmontado metódicamente y ahora, como nunca antes, también niños y jóvenes cargan con la sensación de desamparo espiritual que lleva a no encontrarle razones al esfuerzo diario de vivir.
Como para hacer el tema aún más triste, pues hoy no falta quien haga el elogio del suicidio y lo engalane como acto de valor y valentía. No tiene sentido, pero logra estimular suficientemente al suicida dudoso. Si el hombre y la mujer, desde su nacimiento hasta su muerte natural, no se sienten amparados humana y espiritualmente, contemplarán como “una opción más” quitarse la vida. Toda la vida actual está en mora de ser revisada porque nos ha dejado como en la intemperie.