Tan pronto escuchamos el aullido del timbre que acababa el día, bajé corriendo las escaleras del pasillo de la biblioteca con Chris, Andrew y Kevin, todavía sin entender muy bien qué era eso tan importante que tenían que mostrarme. Trataron de explicármelo como mejor pudieron, pero mi inglés incipiente de infancia y las voces atropelladas de los tres no ayudaron mucho. Encendieron el primer computador disponible, cargaron una página web de macilento fondo azul que nunca había visto, ingresaron el e-mail que el colegio me había asignado y en menos de nada, como por arte de zip zap, apareció lo que ellos llamaron “perfil” con mi información completa y una bandera de Colombia como foto principal. Era 2005 y esa fue mi primera experiencia con Facebook. “Y ahora qué hago?” les pregunté, “Amigos” respondieron.
Poco de aquella red social tenía sentido. A pesar de que Chris, Andrew y Kevin se esmeraron en agregar a la clase entera, no comprendía la necesidad de tomarse tantas molestias si nos veíamos todos los días, teníamos nuestros usuarios AOL para chatear y hasta el colegio nos facilitaba un cuadernillo con tantísimos datos de contacto que era imposible esconderse. Si en algún momento quisiera darle un poke (o “toque”) a alguien, solo debía ir hasta su asiento y hacerlo. Entonces no se sabía nada de Facebook en Colombia y ni siquiera Mark Zuckerberg tenía muy claro el sendero por el cual encarrilar su invención, así que, sin mayores atractivos para el Fuad de 13 años, mi cuenta terminó rápidamente olvidada.
Hoy, tras un poco más de una década activo, experimentando todas las transformaciones de la plataforma y viviendo los escenarios de rigor que a cualquiera de nosotros le han tocado en aquel hábitat (los acosadores sin oficio, los “amigos” que no conoces en persona, los inbox sin leer que se acumulan, las indirectas de alguna expareja, las discusiones desgastantes por la presencia o ausencia de un like, etc) puedo decir que los últimos meses desconectado de Facebook han sido los más tranquilos que he vivido jamás. Sin la ansiedad de las notificaciones impertinentes que te sacuden el celular, sin las horas perdidas frente a la pantalla envidiando la falsa vida perfecta de los demás y sin la exposición irresponsable de mi información en internet, he logrado apreciar el placer de la privacidad y he descubierto una mina de tiempo que he explotado con libros y paseos con helado de la mano de mi novia.
Despedirse no fue fácil, pues la interacción social en línea rápidamente se nos convierte en un hábito y sus matices de vicio comienzan a diluirse entre las líneas borrosas de nuestra cotidianidad, negándonos constantemente que es el chisme y no la amistad el verdadero motor de esta red social. Pensé que perdería irremediablemente el contacto con mis amigos más lejanos, pero entendí que de los casi 2.000 que creía tener en el ciberespacio solo necesitaba a los reales y justamente ellos, por ser quienes eran, sabrían exactamente la forma de contactarme y viceversa.