En su momento, el Grupo de Lima fue la más importante apuesta regional para abordar la crisis multidimensional (institucional, política, económica y social) provocada por el régimen de Nicolás Maduro en Venezuela. La llamada ahora “cuestión venezolana”.
Habría que reconocer sus logros. Para empezar, el alineamiento de un significativo conjunto de Estados del hemisferio en defensa de la democracia y en la denuncia de la deriva autoritaria -ya claramente dictatorial- en Venezuela. También la articulación de sus iniciativas para visibilizar en diferentes escenarios (como la Corte Penal Internacional o el paradójico Consejo de Derechos Humanos de la ONU) la grave situación de derechos humanos, el drama humanitario, y su impacto transnacional; el apoyo al esfuerzo de los países receptores para atender la masiva migración venezolana; la generación de un estímulo para que fuerzas de oposición atomizadas se aglutinaran alrededor de un itinerario y una vocería legítima -cuyo reconocimiento promovió eficazmente-; la sincronización de medidas diplomáticas coercitivas específicas e individualizadas sobre Maduro, su entorno, y el andamiaje que los sostiene; la activación de otros mecanismos multilaterales hasta entonces bloqueados; y el rechazo inequívoco al uso de la fuerza como alternativa para allanar una eventual transición.
Al mismo tiempo, para hacer un inventario honesto, habría que reconocer sus limitaciones. Unas derivadas de su propia naturaleza y de su composición variable, sujeta a los cambios de gobierno y afinidad política de sus integrantes. Otras, de su ocasional instrumentalización al servicio de las agendas particulares de algunos de sus miembros, al margen de la misión que le era más propia (algo menos inusual de lo que podría pensarse en cualquier foro multilateral, pero no por ello menos nocivo). A veces cayó, ciertamente, en la tentación de creer que la sola presión internacional compensaría las vicisitudes del proceso político venezolano y la distribución material de fuerzas que lo condicionan. Y, al privilegiar su interlocución con los sectores más connotados de la oposición, desdeñó a otros que hubiera sido valioso tener en consideración.
Lo cierto es que el Grupo de Lima ha dejado de existir. En el mejor de los casos, se encuentra en coma inducido. Por sustracción de materia, como consecuencia del retiro, explícito o tácito, de varios de sus miembros, algunos de los cuales buscan ya redefinir, por otras vías, los términos de su relación con Miraflores. Por el innegable cambio en el escenario político venezolano, de cara a los comicios regionales de noviembre, a los que la oposición ha decidido concurrir. Por la apertura del proceso de México, facilitado por Noruega, con acompañamiento ruso y neerlandés, y que miran atentos otros actores como Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea. (Otro diálogo más, pero distinto. Entre otras cosas, gracias al Grupo de Lima).
Sería un error no reconocer todo esto. A diferencia del dinosaurio de Monterroso, el Grupo de Lima ya no está allí. El contexto actual, además, es diferente. Uno que el propio Grupo de Lima, con sus logros, y a pesar de sus limitaciones, contribuyó decisivamente a configurar.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales