DIANA SOFÍA GIRALDO | El Nuevo Siglo
Viernes, 7 de Junio de 2013

La dimensión espiritual

 

No solo de pan vive el hombre.

Son palabras que resultan especialmente ciertas para las víctimas de la violencia en Colombia. Costó trabajo y mucho tiempo que el país lo entendiera así, pero precisamente esa dificultad en comprenderlo hace más valiosa su aceptación y más vigoroso su contenido cuando se trata de adelantar la  tarea de reconstrucción nacional que estamos  en mora de comenzar en serio.

Ya no es posible desconocer la magnitud del tema frente a unas víctimas que se  cuentan  por millones, cada día más conscientes de sus derechos y de la necesidad de tener una presencia activa para defenderlos.

El reconocimiento llegó por etapas. Primero se                                      admitió que había unas víctimas directas, además de los  muertos, heridos, desplazados y despojados. Después,  las estadísticas crecieron a medida que el país las fue reconociendo como tales. Enseguida vinieron los intentos de politizar la situación, usándolas como la materia prima para explotar en busca de resultados electorales. Finalmente,     las distintas categorías de víctimas adquirieron conciencia de su importancia. La sociedad empezó a hablar de verdad, justicia y reparación.

Por fortuna se evitó lo que habría podido convertirse en un  catastrófico conflicto interno del país, gracias a que las víctimas rechazaron las tentaciones de politizarse y se negaron a permitir que su tragedia fuera aprovechada para envenenar el ambiente.

La intensidad de su dolor las unificó, pues pronto comprobaron, independientemente de quienes fueran los victimarios, que la tragedia personal de cada una era la misma, que, por ejemplo, el dolor de las madres que perdieron a sus hijos era igual, viniera de donde viniese la bala que los sacrificó. Es preciso seguir atentos para evitar que los aprovechadores tuerzan los espíritus pero, en términos generales, el mayor riesgo ya pasó.

Con el dolor personal como aglutinante entramos a una fase nueva. El país reconoció las dimensiones de este drama colectivo y volvió hacia las víctimas los reflectores mediáticos que estuvieron durante tanto tiempo enfocados en los victimarios. La Ley de Víctimas marcó un hito en la historia nacional. Se irá perfeccionando a medida que la experiencia enseñe nuevas lecciones, pero sienta como precedente básico el reconocimiento de la dignidad humana de la víctima y su  derecho a alcanzar la condición de sobreviviente, sin estancarse en una victimización que la mantenga girando alrededor de su tragedia individual.

Ya es hora, pues, de mirar más allá y, sobre todo, de mirar hacia arriba. Estamos listos para dar un paso más.

Las víctimas colombianas ostentan una característica admirable: no odian. Están dispuestas a perdonar con amplitud y generosidad y esa es la base para la reconciliación y el punto de partida para la siguiente fase.        El hombre no es solo materia. Es, más que nada, espíritu. Y no habrá sanación completa si no sanan los espíritus. 

La atención a las víctimas debe incluir, cuanto antes, ese componente sicoespiritual de su recuperación. Cuando las víctimas donan su dolor, este se sublima y se transforma en corriente espiritual de sanación colectiva. Como el oro en el crisol, el dolor extremo purificado en sus creencias más profundas, transforma a las víctimas en ángeles guardianes de la sociedad, que se dedican a evitar que la tragedia que vivieron se repita en otros. El dolor entregado en el terreno espiritual libera el peso en el alma del que sufre y se transforma en amor y compasión que sana al individuo y a la sociedad.