DIANA SOFÍA GIRALDO | El Nuevo Siglo
Viernes, 29 de Noviembre de 2013

Dos mujeres

 

La designación de dos mujeres, Nigeria Rentería y María Paulina Riveros, en la mesa de negociación con las Farc, debe ser recibida con satisfacción por sus calidades personales y profesionales en áreas como derechos humanos, democracia, inclusión social etc. Aportan inteligencia y sensibilidad. El Presidente envía un claro mensaje a las colombianas con el tema de género y al Gobierno de EE.UU. con el tema afrodescendiente.

Pero aclara a continuación: “Ellas como todos los negociadores, son nombradas -más que en representación de un grupo determinado- por sus méritos y por el aporte positivo que puedan dar al proceso, como estoy seguro que ocurrirá”. Es decir, están a título personal y por designación presidencial.

La mesa sigue coja. Las víctimas brillan por su ausencia. Más evidente aún, cuando el presidente Santos, al anunciar su nombramiento, nos recuerda que “más de la mitad de las víctimas del conflicto son mujeres” Es decir, si hay 5.926.774  víctimas reconocidas por el Gobierno, 2.963.387  son mujeres. ¿No encontró entre ellas una mujer afro, especialista en derechos humanos, amiga del proceso y además víctima, que pudiera representarlas con legitimidad en la mesa?

Es inexplicable el temor que evidencia el Gobierno hacia las víctimas. Recuerda época pasadas, unos 10 años atrás, cuando aún se creía de manera equívoca que todas las víctimas tenían síndrome de Estocolmo, ahora se cree, también equívocamente, que todas las víctimas son enemigas del proceso de reconciliación. Una visión simplista que desconoce el proceso de empoderamiento y autoconciencia de las víctimas colombianas, gracias, entre otros, a Juan Manuel Santos quien, en buena hora promovió y sancionó la Ley de víctimas, que nació por iniciativa parlamentaria en asocio con la sociedad civil. ¿Cómo se explica este contradicción?

Se observa, a lo largo de las conversaciones en La Habana, un temor hacia las víctimas, que se evidenció con  frases oficiales casi agraviantes, pronunciadas en el inicio del proceso, al responder la pregunta de un periodista de Semana, sobre la inclusión de las víctimas en la mesa de diálogo: “no podemos incluir en la mesa a todos los que quieran estar. Esto se vuelve un ejército. Mucha gente quiere participar, pero en aras de la seriedad no es posible”

Las víctimas no se están lagarteando un puesto en la mesa. Deben estar  en ella como interlocutores de pleno derecho. Con más derechos que cualquier otro colombiano. Se lo ganaron con la sangre de padres, hijos, hermanos. En la cadena del horror, fueron la parte más vulnerable, las que directamente padecieron secuestro, humillaciones, vejámenes, extorsión, masacres…¡Por Dios! No se puede seguir minimizando su padecimiento ni bajándole el tono a su voz. Esta situación debería avergonzarnos como demócratas. ¿O esos colombianos eran aptos para sufrir el rigor de la barbarie, pero no lo son para representarse ellos mismos y lo que significan?

Quien conoce a la víctimas sabe que, en su gran mayoría, son las grandes aliadas de la paz y la reconciliación,  ángeles de la guarda de la sociedad dedicadas a evitar que su tragedia se repita en otros. Peregrinan pidiendo verdad para terminar sus duelos. No se oyen voces estridentes, se han dejado silenciar pasivamente por el Gobierno e influyentes medios de comunicación, pero este desconocimiento no durará para siempre.

Porque, finalmente, del reconocimiento de las víctimas,  depende la legitimidad de este proceso ante la historia, la comunidad internacional y una población colombiana cuya conciencia despierta a pasos agigantados.