Diana Sofía Giraldo | El Nuevo Siglo
Viernes, 24 de Octubre de 2014

Culpa y mujer

 

Mujer y culpa son dos palabras que en nuestras sociedades tercermundistas, bien podrían ser asimiladas como sinónimos. Fundamentalmente en el interior de gran parte de la Iglesia Católica. Y me atrevo, como católica, a hacer esta aseveración porque estamos estrenando un nuevo estilo evangélico de libertad en el pensamiento y en la palabra, gracias a un Papa Francisco, maravilloso, quien en sus pasos misioneros hacia la periferia del dolor de la familia herida, ejerce libertad, doctrina y Misericordia.

Acaba de concluir la primera parte del Sínodo de la Familia y ahora comienza un año de reflexión de los obispos, en donde seguramente “escucharán” como lo hizo el Papa, pero esta vez a sus feligreses, a los matrimonios y Dios quiera que con mucha atención, escuchen a las mujeres.

En el acompañamiento a mujeres víctimas de la violencia, que hemos realizado durante más de una década, donde ellas hacen catarsis pública de su dolor, son escuchadas y comparten con otras sus experiencias de sufrimiento, y particularmente en retiros sicoespirituales que empezamos a realizar con Emaús y que deben concluir con la confesión y la Eucaristía, tuvimos un gran tropiezo: un sacerdote se negó a confesar diciendo “soy incapaz de negar la absolución a esa mujer víctima que está dando su testimonio. Abandonada por su primer esposo, un hijo lo reclutó la guerrilla y el otro fue asesinado por los paramilitares, trabaja de sol a sol para ganar su sustento, abortó y ahora es maltratada físicamente por su nuevo compañero. Además viene de una zona muy apartada de Colombia, donde ni siquiera hay un sacerdote y mucho menos un obispo que le pueda perdonar sus pecados. ¿Cómo pretenden que yo le diga que no la puedo absolver, ni darle la comunión, y que Dios en su Misericordia no la acoge? ¿La voy a revictimizar  y a desbordar más su culpa?

Esta dura reflexión nos llevó a solicitarle al cardenal Rubén Salazar un permiso especial para que estos 30 sacerdotes pudieran perdonar los pecados reservados a los obispos. Él, en su sabiduría, otorgó el permiso. Podríamos decir, en palabras del Papa Francisco, que les aplicó los primeros auxilios espirituales para cubrir las hemorragias de sus heridas abiertas. Esa es la Misericordia.

Fue una dispensa excepcional, pero ¿qué sucede con las miles de mujeres que además de sus sufrimientos extremos, tienen que cargar a cuestas el inri de no poder comulgar porque fracasaron en sus matrimonios católicos y se volvieron a casar? 

Hace unos años tuve la oportunidad de sentarme a almorzar con varios sacerdotes confesores, procedentes de diferentes países del mundo. Les pregunté: ¿Qué diferencia las confesiones de los hombres y las mujeres? Después de debatirlo concluyeron: “Los hombres son explosivos, primarios, se desahogan y sanan” ¿Y las mujeres? “Ellas se confiesan una y otra vez del mismo pecado”. ¿No confían en el perdón de Dios? Y me respondieron: “Ellas sí confían en el perdón de Dios, pero son incapaces de perdonarse a sí mismas”.

Si los obispos de la Iglesia Católica escuchan el llamado del Papa a la Misericordia, al sanar el corazón herido y revictimizado de las mujeres, estarán salvando la institución de la familia.