En los últimos años el mundo ha sido testigo de cómo, cada vez con más frecuencia, cobran fuerza las manifestaciones juveniles que reclaman a las generaciones anteriores por la manera anquilosada, pre moderna y limitante en que éstas últimas han estructurado las sociedades.
Simultáneamente ha venido entronizándose la idea de que “los mayores” deben ir “retirándose” de sectores como el productivo, el educativo, o el público, entre otros, confinándose en centros especializados para la “tercera edad” o quedando bajo el “cuidado” de sus familias.
Ante esta realidad, vale la pena preguntarse si ello, probablemente de manera involuntaria, ha sido motivo adicional de polarización.
La respuesta parece ser afirmativa. Los jóvenes reclaman los espacios que los viejos deben ceder para “ocupar su lugar” que no sería otro que el que concierne a la búsqueda de unas condiciones de salud que respondan al deterioro natural por el paso indefectible del tiempo en sus cuerpos.
Se trata de una perspectiva equivocada si lo que se quiere es la construcción de sociedades modernas que pretenden conseguir la convivencia pacífica y la realización de derechos y garantías, así como el cumplimiento de las obligaciones que entraña un Estado moderno.
El culto irracional y fundamentalista a cualquier generación o convicción produce cismas e impide la realización que cada miembro de esas sociedades reclama y espera, pero además obstruye la evolución de una comunidad.
Basta saber que a partir del conocimiento, de la experiencia, y de la sabiduría que por lo general ofrece la madurez, se puede transformar, innovar y crear con responsabilidad, así como también es cierto que la pasión e ímpetu naturales de los años mozos ofrecen a las comunidades la posibilidad de impulsar esos nuevos caminos que, entre todos, se quiere recorrer.
Así que el envejecimiento no puede ser percibido como una maldición, ni la juventud necesariamente como evolución o modernización. El asunto se ubica en el terreno de lo ético y más concretamente de la bioética, e implica ser conscientes de la importancia de crear un vínculo que permita relacionar positivamente a las distintas generaciones que enriquecen la diversidad de las naciones para facilitar la convivencia.
Se requieren valores culturales que enaltezcan y reconozcan aquello que todas las personas, en el período de la vida en el que se encuentren, pueden aportar activamente y por tanto sean apreciadas y plenamente respetadas.
En las culturas ancestrales, por ejemplo, los mayores son especialmente tenidos en cuenta por los más jóvenes precisamente por la sabiduría que con generosidad e inteligencia están dispuestos a poner al servicio de la organización social.
Una reflexión de esta naturaleza implica asumir que la autoridad debe ser ganada y no impuesta por la fuerza o impulso de una masa humana, sino a partir del no desconocimiento de la historia, del trabajo, de los logros y de la capacidad de entender al otro, todo lo cual es fruto del esfuerzo en el tiempo y no a propósito de frotar la “lámpara de Aladino”.
Así, la invitación es a pensar que la sociedad, considerada desde la perspectiva etaria, puede nutrirse de la experiencia de los viejos y de la avidez de conocimiento de los jóvenes. Ninguno merece ser desechado o minusvalorado so pena de debilitar y retrasar el desarrollo y de atentar contra la supervivencia de las naciones.
@cdangond