El próximo 7 de agosto tendrá lugar en Colombia la transmisión del poder de un Gobierno a otro. Es apenas normal en una democracia. Además, se supone que con ello se producirá una alternancia política, lo cual no deja de ser síntoma de robustez en medio de las debilidades, de consolidación a pesar de las imperfecciones. Dicho sea de paso, no es la primera vez que esto ocurre en el país, aunque les cueste reconocerlo a los “distoriadores” de turno.
La nueva administración recibirá una herencia inexcusable. Para bien o para mal, para mejor o para peor, tendrá que lidiar con ella en los más diversos asuntos de Estado y en prácticamente todas las cuestiones políticas. Además, se encontrará con algunos legados específicos que acotarán, unos más que otros, su margen de maniobra. A fin de cuentas, todo Gobierno es siempre el último: la sucesión -nunca mejor dicho- del conjunto de sus predecesores. Nunca el primero. Ni siquiera cuando cae en la tentación (tan peligrosamente mesiánica como casi siempre catastrófica) de “refundar” el Estado.
Así será en materia de política exterior. Frente a lo que reciba, el gobierno Petro tendrá que decidir a qué dar continuidad y dónde introducir rupturas. Entre ambos extremos se extiende un amplio espectro de posibilidades, algunas tan sutiles que a veces permiten presentar como continuidad lo que en el fondo es un giro radical, y como ruptura lo que no es más que la gatopardiana reafirmación de una larga trayectoria.
Naturalmente, también tendrá la oportunidad de incorporar nuevos temas a la agenda exterior del país, de imprimirle su sello a las relaciones exteriores. A fin de cuentas, “dirigir las relaciones internacionales” es una prerrogativa constitucional del presidente de la República. Por descontado, no faltarán, además, las circunstancias en que, más allá de la herencia que reciba y de sus aspiraciones más propias en materia de política exterior, tendrá que definir -sobre la marcha y contra el tiempo- una posición de Estado ante las más imprevisibles coyunturas internacionales.
En todos estos frentes valdría la pena tener en cuenta dos premisas tan obvias que fácilmente se olvidan, y no sin consecuencias: toda política exterior es situacional y relacional.
Toda política exterior es situacional y tiene un telón de fondo concreto: la historia, la geografía, las dinámicas políticas internas, las perspectivas económicas, las percepciones de la opinión pública, el contexto geopolítico -global, regional y vecinal…- Ninguna política exterior se delinea sobre una hoja en blanco. Muchas veces hay que escribirla sobre renglones torcidos, y es distracción tratar de enderezarlos.
Toda política exterior es relacional. No se puede hacer política exterior con uno mismo. La posibilidad de lograr lo que uno se propone está condicionada por intereses ajenos, que incluso aunque se expresen con las mismas palabras, significan cosas distintas. Hay que evitar el autoengaño: en política exterior no basta querer para poder. Hay que poder para querer. Y lo que efectivamente se puede querer es definido, hasta un cierto punto, y de forma insoslayable, por lo que pueden y quieren los demás.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales