De origen Bávaro, Friedrich Trump, a los diez y seis años emigró en la tercera clase de un barco a los Estados Unidos, arribó a Nueva York en 1885 cuando la estatua de La Libertad estaba en construcción; no sabía inglés, lo acogió su hermana mayor que se había instalado en Manhattan, suburbio poblado por extranjeros.
Trabajó de barbero antes de trasladarse a Seattle, donde obtuvo la nacionalidad norteamericana, cambió de actividad, abrió locales de comida en Yukón para atender a aventureros que llegaban en busca de oro, licor y comida, servía a los mineros, se convirtió en hombre acaudalado, para 1900 poseía un gran capital, regresó a Baviera donde conoció a Elizabeth Christ, se casó con ella, volvió a Nueva York y consiguió empleo de gerente en un hotel. Como su esposa deseaba regresar a Alemania, lo hizo en 1904, pero no permaneció allá, le negaron la solicitud de repatriación, no había prestado el servicio militar obligatorio, de nada le sirvió remitir una sentida carta a Leopoldo, el Príncipe Regente de Baviera. Decía: Es muy duro que nos deporten, somos ciudadanos honestos víctimas de tan absurda disposición.”
Regresó en junio de 1905 a Nueva York y con visión comenzó a comprar terrenos en Qeens, área aledaña a la ciudad que rápidamente se valorizó, semilla para el futuro imperio inmobiliario que aprovecharon sus descendientes. Murió el treinta de mayo de 1918, a los cuarenta y nueve años, afectado por la gripa mal llamada española, caminaba con su hijo adolescente Fred, padre de Donald Trump, se sintió mal, apenas logró retornar a casa y falleció.
Su nieto, el actual presidente de los Estados Unidos, ha olvidado lo de la gripa que mató al abuelo y piensa distinto sobre migración. No fue de él que heredó la idea de rechazar migrantes y levantar muros, sí la constancia. Ahora no solo enfrenta la pandemia del Covid-19 sino que insiste en su reelección. El futuro es incierto.