Por Claudia Dangond-Gibsone
Los abogados, cuando deciden avocarse al estudio de las leyes y por ende, ser instrumentos para garantizar del valor de la justicia, asumen el compromiso de olvidar la conveniencia propia para anteponer el interés de aquellos a quienes sirven. Deben ser personas rectas de conciencia y con un sentido de la ética imperturbable.
Para los juristas, la más noble posición que pueden llegar a ostentar es la Magistratura. Su oficio consistirá en la realización de la justicia que es, en palabras de Ángel Ossorio, -autor de El Alma de la Toga’ (1919) “la obra más íntima, más espiritual, más inefable del hombre”.
Ahora bien, para que quienes se dedican a buscar la justicia puedan desempeñar el rol que les corresponde y lograr su objetivo, es menester comprender que esta última es el “lazo de unidad entre todos los ciudadanos”, pues en ella descansa la confianza que cualquier acto violatorio de derechos, arbitrario e inequitativo, adecuadamente probado, será eficiente y eficazmente resuelto favorablemente a la víctima. Con ello, no sólo se dará “a cada cual lo que le corresponde” sino que se contribuirá a tener una sociedad pacífica y por tanto, en la que el desarrollo y la igualdad de oportunidades sea una realidad; más aún, entratándose de un Estado Social de Derecho que requiere el adecuado funcionamiento de sus órganos y el respeto por el principio de la separación de los poderes pero también de su colaboración armónica.
Un pueblo que no ame a la justicia, que tenga motivos para desconfiar de ella, que perciba que los móviles de quienes toman las decisiones no son precisamente los ajustados a derecho, corre el riesgo inminente de llegar pronto a un estado de indiferencia perfecta que, en criterio de Ossorio, se transforma en ajurídico y por ende se refocila viviendo fuera del Derecho y de la equidad.
Si lo que se percibe por unos y otros es favoritismo, parcialidad, corruptela, burla de las leyes, desconsideración, fraudes y abuso de poder; si lo que mueve a quienes imparten justicia es odio, fanatismo, ánimo de destrucción, incomprensión y egoísmo, quien sufre es el Estado, sus ciudadanos y las instituciones democráticas.
La independencia con respecto a otros poderes del Estado constituye elemento esencial para que funcione la administración de justicia. Pero también que no abuse la misma buscando inmiscuirse en la funciones de otros órganos o condicionando el ejercicio de sus competencias.
Es imperativo, por tanto, el fortalecimiento de todo el sistema judicial que contemple la Carta Política de un Estado, no sólo considerando la arquitectura constitucional y la política estatal. A ello contribuye de manera decisiva el comportamiento de todos los actores de la Rama Judicial. Esa es la verdadera clave para contar con un sistema de justicia confiable.
En ese sentido, las decisiones judiciales deben ceñirse al derecho, respetar las formas y tener en cuenta sus efectos prácticos (económicos, sociales), de tal manera que contribuyan al cumplimiento integral de los fines del Estado.
No puede olvidarse que el derecho es fruto de un acuerdo social y que la función de los jueces se ubica en el terreno de lo jurídico.
Como señaló Sartori, “un poder sin control no da origen a un Estado de Derecho sino que es su negación y su destrucción”.
@cdangond