No mucho tiempo después del inicio de una brutal pandemia, que mata a millones de personas a través del mundo, una serie de marchas multitudinarias desestabilizan a un gobierno débil e indeciso. Un líder de orígenes socialistas que, durante años, ha buscado el máximo poder en nombre del “pueblo”, quiere imponer su versión sui generis del colectivismo.
Los sindicatos organizan un paro y detienen la economía. Esto desata la violencia. Miles de estudiantes universitarios salen a las calles. Ingenuamente, se entremezclan con escuadras violentas, cuyos miembros visten de negro. En muchas partes del país, quienes mandan son ellos. El caudillo percibe que su momento puede haber llegado, y no pretende someterse a los límites de poder establecidos.
Sus seguidores no sólo atacan el liberalismo económico, que consideran materialista e injusto. También niegan la legitimidad de la democracia liberal; rechazan la idea de que una mayoría pueda elegir a un gobierno por un período predeterminado, mientras que la oposición se prepara en paz para ganar las próximas elecciones, la manera de formar un nuevo gobierno.
Este sistema es, según ellos, irrelevante. El gobierno electo al que se oponen no sólo es débil, sino ilegítimo, como ha mantenido su líder una y otra vez. Sienten que su voluntad puede prevalecer con la fuerza. Su objetivo es el poder; su método, la acción directa.
Pero el caudillo no controla el caos que desata. Aunque escribe textos incendiarios, no está al frente de las marchas que convoca desde cómodas y removidas ubicaciones. Tiene un pie en el país, otro en el exterior. Sabe que, si son autorizadas, las fuerzas armadas podrían restaurar el orden y la libertad. Si le conviene, busca eludir las consecuencias de su discurso de odio y resentimiento.
Reina el desorden, pero los revolucionarios también hacen uso de milimétricas acciones de guerra. Al marchar hacia la ciudad capital, bloquean su acceso al mundo exterior para dejarla incomunicada y sin suministros. Es un acto hostil no sólo contra un gobierno, sino contra millones de personas de la población civil. Peor aún, es sólo una minoría violenta -compuesta de decenas de miles de allegados- la que tiene al país entero contra la pared.
Es octubre de 1922, y el Rey Víctor Manuel III de Italia no declara la ley marcial, sino que cede ante la presión de la “Marcha sobre Roma” del movimiento fascista. Exige la renuncia del Primer Ministro Luigi Facta e invita a Benito Mussolini, líder del fascismo, a liderar un nuevo gobierno.
Tanto fascistas como comunistas odian el liberalismo, pero entre ellos se tiran a degüello. En agosto, los sindicatos habían convocado el paro para exigir protección frente a los ataques de las “Camisas negras”.
Como escribe el profesor Anthony di Renzo, el rey “detestaba a los fascistas, pero temía a los comunistas”, quienes querían abolir la monarquía. Pero ésta sólo se mantiene hasta 1946. La lección, sin embargo, es perenne: nunca ceder ante minorías violentas que recurren a la acción directa contra gobiernos electos y poblaciones inocentes.