Acaba de culminar una semana “movida” para la Corte Internacional de Justicia (CIJ), órgano judicial de Naciones Unidas y tribunal internacional por antonomasia. Títulos que generan a veces más expectativas de las que honestamente cabría tener, en un mundo en que la creación, ejecución, y sanción por el incumplimiento del derecho internacional siguen estando, al final, en manos de los Estados.
Algo que no deja de ser frustrante para unos y decepcionante para otros, y que alimenta con raciones iguales tanto el más prudente escepticismo como el más descarnado cinismo cuando se trata de evaluar la utilidad y la eficacia del orden jurídico internacional y el funcionamiento de las instituciones internacionales.
Pero, por muy comprensibles que sean las críticas de sus detractores, lo que no puede hacerse es simplemente ignorar el hecho de que la Corte existe. Si el tribunal y sus providencias fuesen tan anodinos como algunos sugieren, los Estados no acudirían a él, ni reaccionarían como a veces lo hacen a sus dictámenes, ni los esgrimirían en sus relaciones recíprocas, ni destinarían ingentes recursos a defender su causa en los contenciosos en que se ven involucrados, ni considerarían con tanto recelo la cuestión de aceptar o no -y bajo qué condiciones y en qué circunstancias- su jurisdicción.
Días atrás la Corte se pronunció de manera definitiva en una controversia entre Irán y Estados Unidos, en lo que algunos medios han calificado como “victoria parcial” de Teherán (con esa lógica, el resultado es también una “victoria parcial” para Washington). Más allá de los pormenores jurídicos específicos, la sentencia tiene una peculiar relevancia no sólo por el accidentado historial de la relación entre las partes, sino por el limbo en que se encuentra la negociación sobre el programa nuclear iraní, y por lo que supone en materia de aplicación de sanciones unilaterales basadas en el derecho interno de los Estados (cuestiones estas de la mayor actualidad y que van más allá de lo puramente bilateral).
De repercusiones no menos significativas, aunque en un terreno distinto, podría a ser la decisión adoptada el miércoles por la Asamblea General de la ONU, de solicitar a la CIJ una opinión consultiva sobre las obligaciones legales internacionales de los Estados frente al cambio climático, y -aún más importante- sobre las consecuencias de su incumplimiento, especialmente ante los pequeños Estados insulares particularmente vulnerables y más gravemente afectados, así como ante “(L)os pueblos y personas de las generaciones presentes y futuras”.
Hace rato se habla de “justicia climática”. La opinión de la CIJ, aunque no sea vinculante, podría acabar abriendo un nuevo frente para el desarrollo de la gobernanza climática global. El activismo cívico dispondrá de un nuevo argumento que presentar ante las jurisdicciones nacionales (a las que ya ha recurrido para acelerar la respuesta de los gobiernos y reclamar responsabilidades). Y en los foros multilaterales, en la discusión sobre el cambio climático -y sobre asuntos como los derechos territoriales de los Estados, los derechos humanos, entre otros- no se podrá simplemente hacer oídos sordos a lo que, sin duda alguna, acabará siendo mucho más que una opinión.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales