El derecho internacional importa y, además, les importa a los Estados Si no fuera así, la relación entre los Estados y el derecho internacional no sería tan compleja (a veces instrumental y a veces incómoda, a veces conflictiva y a veces complementaria) como de hecho lo es. Si no importara, y si no les importara, no se habría producido tampoco el notorio y acelerado ensanchamiento del derecho internacional que ha tenido lugar, especialmente, desde la segunda posguerra. Algunos hablan, incluso, y no sin alguna razón, de hipertrofia: actualmente hay derecho internacional, prácticamente, en todo y para todo.
El derecho internacional les importa a las grandes potencias: por eso en unas ocasiones lo promueven y en otras entorpecen su aplicación o bloquean su desarrollo. Les importa también a los Estados menos poderosos, que encuentran en él un parapeto y una garantía de los que no podrían proveerse con sus limitados recursos materiales o estrictamente políticos.
Dicho sea de paso, no sólo a los Estados les importa el derecho internacional: los activismos cívicos de las más diversas causas -la de los derechos humanos, la del medio ambiente, entre muchas otras- apelan a él con frecuencia. Acaso por eso se espera a veces de él mucho más de lo que puede ofrecer, lo cual provoca escepticismo, desconfianza, frustraciones y críticas (unas más plausibles que otras).
Durante meses, los Estados Unidos recurrieron al Consejo de Seguridad de la ONU para obtener una resolución que autorizara el uso de la fuerza contra el régimen de Sadam Hussein. No lo lograron, y, a la postre, en marzo de 2003, invadieron Iraq apalancados en una espuria “coalición de voluntarios”. Una acción ilegal, que no lo habría sido de haber resultado exitosa su apuesta ante el Consejo. Una autorización de ese órgano, el más importante en materia de paz y seguridad internacionales, habría hecho toda la diferencia: formalmente, en primer lugar (porque sí: el derecho es un orden formal); pero, además, y en una medida nada deleznable, política y diplomáticamente hablando.
También el Kremlin ha intentado emplear el derecho internacional para gestionar sus ambiciones frente a Ucrania. En diciembre pasado, propuso dos tratados (a Estados Unidos y a la OTAN), para restringir la libertad de asociación, no sólo de Ucrania sino de cualquier otro Estado “postsoviético”. Tres días antes de invadir Ucrania, reconoció las “repúblicas” de Donetsk y Lugansk, y de inmediato firmó con ellas sendos acuerdos de amistad y asistencia mutua, a los que apeló para reforzar (y forzar) la justificación de lo que eufemísticamente llamó “operación militar especial”.
Los referendos escenificados días atrás en cuatro regiones ocupadas de Ucrania son otro intento de Rusia por disfrazar de legalidad lo que absolutamente carece de ella, y de presentar como “autodeterminación” lo que no es sino anexión mediante la fuerza. Si el derecho internacional no importara, y si no le importara, ¿qué necesidad de montar semejante comparsa?
Parece una paradoja, pero no. Una de las pruebas de cuánto importa el derecho (internacional) es, precisamente, la forma en que se lo invoca para transgredirlo.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales