Hay quienes se llenan de satisfacción al hablar del “fracaso” de la IX Cumbre de las Américas. Se regodean con la idea de que ese “fracaso” confirma -por enésima vez, pero ahora sí definitiva- el fin de la “hegemonía” o de la “primacía” estadounidense en América Latina, y prueba la irreversible “pérdida de influencia” de Washington en la región. Poco importa cómo lo digan. Lo han venido esperando (y deseando) como los primeros cristianos esperaban (y deseaban) la parusía.
La ocasión les resulta propicia, además, para arremeter contra la OEA (en lo que acaban coincidiendo, incluso en los términos, Bukele y el castrismo). El paroxismo lo alcanzan a la hora de echar en falta a los que han sido “arbitrariamente excluidos” por el anfitrión de la cita: “El silencio de los ausentes nos interpela”, declaró compungido el presidente argentino, Alberto Fernández.
El fracaso podría estar, en realidad, en otro lado.
En 1994, la I Cumbre de las Américas sirvió de escenario a una convergencia política sin precedentes en la historia del hemisferio: los 34 gobernantes allí reunidos habían llegado al poder democráticamente. La democracia se había instaurado en todos los Estados de las Américas -salvo en uno, el de siempre-. Había que darse a la tarea de consolidarla y perfeccionarla. De hacer realidad sus promesas y advertir sus limitaciones. Era una apuesta tanto individual como colectiva. La democracia, adquirida con tanto esfuerzo, no podía darse por sentada. Distintos episodios, en varios países, sirvieron de recordatorio de su fragilidad.
Ello hizo eco en la III Cumbre de las Américas, celebrada en Quebec en 2001. Allí se estableció que “cualquier alteración o ruptura inconstitucional del orden democrático en un Estado del hemisferio constituye un obstáculo insuperable para la participación del Gobierno de dicho Estado en el proceso de Cumbres de las Américas”, y, además, se sentaron las bases para la adopción posterior de la Carta Democrática Interamericana. (La asistencia de Cuba a las cumbres de Panamá en 2015, y de Lima en 2018, constituyó una verdadera anomalía).
Dos décadas después, y justo cuando la democracia en el hemisferio enfrenta no pocos desafíos, la cumbre de Los Ángeles da cuenta del descenso de las Américas, y en particular, de América Latina, hacia la resignación, hacia el conformismo y la condescendencia -rayanos en la complicidad- con los regímenes no democráticos. De la renuncia a la apuesta individual y colectiva por la democracia como condición necesaria para el desarrollo social, político y económico. Del desconocimiento flagrante de que “los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla”, como quedó consagrado en la aparentemente deleznable Carta Democrática Interamericana.
Ahí está el verdadero fracaso.
Cediendo al lastre de un anacrónico “antiyanquismo”, dos grandes naciones del continente concurrieron a Los Ángeles prácticamente en calidad de portavoces de tres ominosas dictaduras. Los eufemismos de sus discursos (como aquello de invocar “el diálogo en la diversidad”, o invitar a “abrirse de un modo fraterno”) no alcanzan para redimirlos. Son, más bien, una vergonzosa confesión de parte.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales