El gobierno de Nayib Bukele, en El Salvador, ha capturado la imaginación de toda Latinoamérica, tanto por sus virtudes como por sus defectos. Por un lado, ha logrado la mayor reducción de la delincuencia a mediano plazo que se haya visto en toda la historia moderna del hemisferio, convirtiendo a uno de los países más peligrosos del mundo en uno de los más seguros de América en cuestión de media década. Por otro lado, no es del todo claro que esta reducción, dependiente de un largo estado de emergencia, vaya a ser sostenible. Además, ha venido acompañada del deterioro repudiable de la democracia y las garantías jurídicas en el país.
Sin embargo, es evidente que cuando los colombianos piden una figura como Bukele, no están pensando en la intimidación de congresistas por parte de las fuerzas armadas, ni en la concentración de poderes en manos del presidente. Lo que piden y lo que ha venido a representar Bukele en su manifestación más extrema es que el Estado aplique toda la fuerza de la ley contra criminales comprobados. Las megacárceles han surgido como símbolo de esa promesa, por lo que vale la pena considerar la historia del encarcelamiento en Colombia.
A principios de los años setenta, Colombia tenía una tasa de 24 homicidios por 100,000 personas y una tasa de 139 presos por 100,000 personas. Es bien conocido el deterioro en materia de seguridad que vendría poco después, pero frecuentemente se ignora la reducción per cápita de la capacidad carcelaria del país, producto de una inversión insuficiente en nuestro aparato de seguridad. La tasa de homicidios ascendió a 32 en 1980 y 75 para 1990, acompañada de reducciones en la tasa de encarcelamiento a 119 y 96, respectivamente.
Para el año 2002, la capacidad carcelaria se había recuperado a niveles comparables a los de 1972, pero la tasa de homicidios seguía casi tan alta como en 1990, porque para entonces la presencia consolidada del narcotráfico había hecho de Colombia un país más sistemáticamente vulnerable a la delincuencia. Fue solamente con la expansión sin precedentes de nuestra capacidad carcelaria, acompañada de otras medidas sociales y de seguridad, que logramos acabar con la inseguridad desaforada de ese periodo. En el año 2016, alcanzamos la tasa de encarcelamiento más alta de nuestra historia, con 243 presos por 100,000 habitantes, así como la tasa de homicidios más baja desde los años setenta, con 26 casos por 100,000 habitantes.
Desde entonces, la tasa de encarcelamiento se ha reducido levemente a 196 para mediados del 2023 y el progreso en materia de homicidios se ha estancado mientras que otras modalidades de delincuencia se han acelerado. En el mismo periodo, justo antes de colapsar en su actual crisis de inseguridad, Ecuador tenía una tasa de 167, comparable a la colombiana en el año 2004.
En El Salvador, hay 1,086 presos por 100,000 habitantes, más de cinco veces la cantidad de Colombia, un nivel difícil de alcanzar sin socavar las bases de una sociedad justa, como lo es la presunción de inocencia y el derecho a un juicio.
Quizás sería más útil aprender de Panamá, una democracia comparable a la nuestra cuya tasa de encarcelamiento ha incrementado de 272 a 416 en los últimos 15 años, reduciendo a la mitad su tasa de homicidios y alcanzando la seguridad de países como Uruguay y Costa Rica. Colombia tiene espacio para expandir su capacidad carcelaria y disminuir así la impunidad mientras que fortalece su democracia.