Como están las cosas, nadie sabe cuándo llegará el día de mañana. Es decir, cuándo lo que está pasando será ya cosa del pasado. La de la guerra en Ucrania es una noche oscura, y por ahora, más larga de lo que pensaron, embriagados de vesania, sus provocadores. Más oscura y larga, también, de lo que merece cualquiera de sus víctimas -que es una forma de decir que ni ellas ni nadie merece, por ninguna razón, una noche semejante-. Lo que sí se sabe, lo que fácilmente se intuye, es que cuando llegue el mañana, el mundo será uno distinto.
Cuando amanezca, el mundo despertará en plena resaca, aturdido y desequilibrado. Y pasarán varios días -medidos con la arbitraria y errática medida de la historia- antes de que amaine el malestar, cese la obnubilación, y se encuentre y pueda aplicarse la terapéutica adecuada.
Así lo insinuaba, días atrás, la historiadora Mary Sarotte -cuyo libro más reciente, Not one inch: America, Russia, and the Making of Post-Cold War Stalemate, publicado en noviembre del año pasado, ha resultado trágicamente oportuno-: “Convertirse en historiador requiere la capacidad de desarrollar un sentido de periodización. Siento un final de período. Ahora tengo mucho miedo de que la imprudencia del señor Putin pueda hacer que los años entre la Guerra Fría y la pandemia de covid-19 parezcan un período feliz para los futuros historiadores, en comparación con lo que vino después. Me temo que acabemos extrañando la vieja Guerra Fría”.
Puede suponerse -por probable, no por deseable. que Rusia se imponga militarmente sobre Ucrania. Es probable también que su victoria no sea más que un espejismo, y que, a la postre, se revele como una costosa ilusión. Quizá, al cabo de muchas vidas (o mejor, muchas muertes) y una enorme destrucción, haya alguna “salida negociada” …Pero ¿entre quiénes y hacia dónde, en qué términos y condiciones, con cuáles garantías? Habiendo llegado ya tan lejos, ¿qué podría satisfacer a Putin? A fin de cuentas, a estas alturas la cuestión es existencial: o existe Ucrania como Estado independiente y soberano, o existe él, que ha puesto tanto en el envite.
Puede suponerse que, entretanto, Europa habrá cambiado sustancialmente. Invadiendo Ucrania, Putin ha terminado de dinamitar la arquitectura de la seguridad europea de la pos Guerra Fría -algo que venía haciendo desde 2014-. Más allá de la retórica, la puerta de la OTAN nunca se le abrió a Ucrania. Ahora, justo cuando algunos sugerían “finlandizar” a Ucrania, Finlandia se ha “OTANizado”. Suecia repiensa también sus relaciones con la alianza. La neutral Austria se propone “compensar décadas de abandono” de sus capacidades defensivas. Y en Alemania se ha producido un giro radical, que implica incluso el sacrificio de algunas “vacas sagradas” de su política exterior, como ocurrentemente ha señalado Wolfgang Ischinger, uno de sus más curtidos diplomáticos. La semana anterior, desde Bruselas, Josep Borrell pontificaba: “Ha nacido una Europa geopolítica” -lo que quiera que eso signifique-.
Lo que no ha nacido aún, ni amanecido, es el mundo de mañana.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales