No cabe duda que el legado del narcotráfico sigue teniendo consecuencias nefastas para el país.
Ni la lucha enconada que Colombia y el mundo han emprendido contra este flagelo desde hace más de cuatro décadas, ni la Constitución de 1991 que en buena parte fue producto de esa lucha, han logrado acabar con las consecuencias de ese fatal fenómeno.
Algunos incluso afirman que a partir de la penetración de las mafias, los carteles y el poder de los capos en las distintas esferas de la vida nacional, se entronizó una “cultura delincuencial”.
No están muy alejados de la realidad. Reflejo de lo anterior es, por ejemplo, la ilusión de algunos por hacer dinero de manera fácil y rápida, tomando el camino más corto y el que implique el menor esfuerzo; o el desprecio por la vida propia y de los otros, llegando incluso a ponerle precio, sin ningún escrúpulo, miramiento o consideración. ¿Y qué tal el lugar que ha venido a ocupar el dinero? Se percibe casi como un dios; a quien posee bienes materiales en abundancia se le ve como ¡una persona de mayor valía! Ello sin duda obedece a esa “cultura mafiosa” tan peligrosa como carente de valores. Igual sucede con la búsqueda del poder en cualquier ámbito: no se entiende como la oportunidad de servir… ¡No! En el mundo “mafioso” obtener poder es ocasión para ser servido y satisfacer anhelos, deseos extravagantes, egoístas e inútiles.
Sin duda, la violencia que trajo y se recrudeció con el narcotráfico dejó también incrustada en la sociedad la idea de que “profesionalizarse” en el sicariato y el “mercenarismo” es una alternativa.
Ese trágico y triste pasado plagado de violencia e intolerancia ha desembocado en un círculo vicioso entre corrupción, carencia o negación de justicia y cada vez más utilización de las vías de hecho, llegando incluso a convertirse para algunos en un sistema de vida.
No obstante lo anterior, es necesario recordar también lo que realmente ha sido Colombia a lo largo de su historia. Una nación que se ha caracterizado por sus incansables y constantes luchas contra las adversidades, orgullosa y reconocida como una de las democracias más antiguas de la región, culturalmente diversa y, por ello, con enormes posibilidades de crecimiento y desarrollo. Es esta última Colombia la que debe imponerse. Los colombianos, el Estado y sus instituciones deben trabajar unidos para cerrar todo espacio por el que puedan colarse los vestigios de esa dramática cara del pasado con la que tantos quedaron poseídos y eclipsados, hasta perder el alma y la voluntad.
Es fundamental entonces que se reaccione de manera contundente contra todo aquello que represente la ilegalidad, la trampa, el comercio de la vida o de la muerte y la imposición de antivalores. Nada de esto debe tolerarse y con ningún hecho de esta naturaleza debe contemporizarse.
De una vez por todas la idea de progreso debe asociarse a la cultura del trabajo honesto, con esfuerzo y dedicación. En este escenario, la ilegalidad, el abuso, la mentira, la agresión en todas sus formas no tienen cabida porque son objeto de rechazo y castigo, no sólo por aplicación de sanciones penales u otras jurídicas, sino sobre todo sociales.
Por @cdangond