La santa sede no tiene ejército, salvo unos cuantos guardias suizos que cuidan la entrada a la Basílica de San Pedro. No tiene tampoco aviones ni drones. Solo tiene la palabra del Papa como arma preeminente para influir en los asuntos internacionales.
Por eso resulto muy disiente escuchar los términos cómo se refirió recientemente el Papa Francisco al patriarca ortodoxo de Moscú, Kirill, cuando le recomendó que dejara de ser el “monaguillo de Putin”. Con lo cual el Papa quiso enviarle un reproche al patriarca de la comunidad cristiana ortodoxa de Rusia por la manera casi incondicional como ha aprobado la invasión a Ucrania. El patriarca ha llegado hasta bendecir la salida de tropas y de tanques rusos hacia la martirizada Ucrania.
La Santa Sede siempre se ha caracterizado por utilizar un lenguaje moderado y conciliador hacia las cabezas de las otras religiones o de los cristianos ortodoxos. Un cierto ecumenismo amable rodea usualmente al romano pontífice cuando se refiere, o cuando habla, con judíos, protestantes, musulmanes o, en fin, con los cristianos diferentes al credo católico como son los ortodoxos griegos.
En esta ocasión no fue así. Los términos irónicos con que el Papa se refirió a la cabeza de los griegos ortodoxos de Rusia marcan una ofuscada manera de expresar la angustia y el reproche que la Santa Sede siente frente a la invasión militar a Ucrania. Y ante las múltiples violaciones de derechos humanos allí cometidos, que el mundo todo ha presenciado atónito a través de los medios de comunicación.
Pasan y pasan los días y las cosas en vez de mejorar parecen empeorar en Ucrania. Y al interior de Rusia, salvo un puñado de disidentes, la inmensa mayoría de la opinión pública parece acompañar a Putin en su brusco imperialismo.
La comunidad internacional, con Estados Unidos a la cabeza, junto con la Unión Europea ( que no se ha atrevido a lanzar hasta ahora el golpe definitivo que sería suspender la compra de gas y de petróleo a Rusia ) han tomado sanciones económicas fuertes contra Putin y su régimen que, sin embargo, no parecen haber tenido hasta ahora la fuerza disuasiva que se esperaba.
Hace más de diez siglos (1054) se protocolizó el cisma con el que rompieron cobijas los cristianos de la iglesia de oriente y los de occidente. Con el inusual lenguaje utilizado por el Papa Francisco en estos días se han revivido los ecos de aquella vieja querella.