Ese día estuvo cerca. Lo recuerdo todo como un fogonazo borroso de mis años universitarios en Bogotá. Bajé temprano aquel domingo por la calle 45 rumbo a Transmilenio, cuando me detuve a esperar el cambio de semáforo en la Caracas. Con el verde a mi favor, empecé a cruzar la avenida y entonces un Renault 9 gris ignoró las leyes imperativas del tráfico, atravesó la barricada invisible montada por la luz roja y me despelucó las cejas como un bólido a quince centímetros de mi nariz. Un despiste cualquiera que me hubiese llevado a dar un paso más (un perrito bonito o la chicharra inconfundible de un vendedor de helados) y estas letras no se estarían escribiendo (o sí, pero no por mí).
Lo había escuchado de chico como un mito, el relato de una experiencia extrasensorial que no se lograba concebir por más imaginación que exprimiese. Todos mis compañeros de colegio que viajaban a Europa lo repetían a la vuelta, hipnotizados por haber sido testigos de algo tan maravilloso como extraordinario y único: Allí, de forma automática y casi natural, los carros paraban para que los peatones cruzaran la calle. Así como García Márquez tendría que viajar al Viejo Continente para entender que el diccionario de la Real Academia estaba en lo cierto al definir al amarillo como el color de los limones, yo tenía que lanzarme a un paso de cebra de Madrid, aferrado con vehemencia al brazo de mi novia y con los ojos cerrados aguardando el impacto fulminante, para no morir y descubrir por mí mismo lo que mis amiguitos sabían ya en el jardín infantil.
Y es que no ser arrollado es una obsesión que me viene persiguiendo desde el día en que, sin haber desayunado y dándome prisa para llegar a mi clase de Derecho Constitucional de las 7 am, fui testigo presencial del aterrador vuelo parabólico de una niña de párvulos junto a la Universidad Javeriana. Fueron eternos los cinco segundos de silencio atronador durante los cuales todo Chapinero aguantó el aliento a la espera de algún ruido proveniente del montoncito de ropa rosa inmóvil en el pavimento que le devolviera la respiración.
En ese sentido, Bogotá es como Nueva York. Solo hace falta cruzar Broadway a la altura del Harlem Hispano, donde las tiendas de productos colombianos abundan y los turistas escasean, para descubrir que rojo o verde no importa realmente, pues los taxistas neoyorquinos son daltónicos y, por ello, no solo siempre tendrán un hueco en sus agendas para atropellarte, sino que también estarán prestos a demandarte por el costo de las abolladuras que tu osada incursión al otro lado de la calle haya podido causarles.
Pero sin duda el desafío máximo está en Viena, donde en un mismo tramo de asfalto pueden confluir al mismo tiempo peatones, buses, Uber, tranvía, ciclorruta y patinete eléctrico en un intrincado juego de prioridades a lo piedra, papel o tijera donde para cruzar solo te queda saltar al vacío y rezar porque tengas la mano ganadora.