Este domingo debe jugarse el primer tiempo del partido por la presidencia de la República. Según las encuestas será un partido a dos tiempos. Aunque, naturalmente, puede haber sorpresas.
El difícil recordar una campaña presidencial más disparatada, más agresiva, y en cierta manera más arbitraria como fue esta.
Comencemos por la arbitrariedad que corrió a cargo de la presidencia de la República y de la Procuraduría. Ninguna de estas dos altas dignidades estuvo a la altura del deber de imparcialidad que le correspondía. El presidente Duque -quebrantando burdamente la condición de equilibrio que de acuerdo con las leyes colombianas corresponde al jefe del Estado- intervino de manera sesgada en la campaña. Y la Procuraduría, a quien le corresponde llamar la atención cuando algún funcionario público se aleja de la regla de oro de la imparcialidad, lo hizo de manera selectiva y por lo tanto reprochable. Un espectáculo vergonzoso. Cómo se echa de menos una actitud como la del exprocurador Aramburu, a quién no le tembló la voz para amonestar el mismísimo Carlos Lleras cuando fue necesario.
Los agravios personales, la superficialidad y la estridencia prevalecieron sobre la mesura, la ponderación y las ideas. Es una verdadera lástima. Y entraña un grave riesgo de que esta manera de comportamiento político primitivo se arraigue en el futuro como un modo permanente de actuar en la vida pública.
El populismo ramplón debe terminarse: gane quien gane, tiene que comprender que sería insostenible para las finanzas públicas y para la sostenibilidad económica buena parte de las propuestas irresponsables que se echaron a los cuatro vientos durante la campaña si se intentan llevarlas a la práctica después del siete de agosto.
Existe una ley -poco cumplida por cierto- que dispone que cuando una norma ordene un gasto debe obligatoriamente ir acompañada del cálculo de los costos fiscales que tendría. Algo similar debería disponerse para las propuestas que se hagan en las próximas campañas políticas: toda propuesta que se formule debe ir acompañada de una explicación debidamente cifrada de los costos que tendría en caso de aplicarse. Así suceden las cosas, por ejemplo, en el Reino Unido con los llamados “manifiestos” preelectorales que deben divulgar los partidos políticos antes de cada elección nacional. Una disposición de esta índole sería también una saludable barrera de contención contra las oleadas populistas.
Cuando alguno de los candidatos resulte electo presidente, ya sea en la primera o en la segunda vuelta, verá que en buena parte ha estado girando sobre una cuenta de disponibilidades fiscales que hace rato está en rojo. La situación fiscal que heredará el nuevo gobierno es mucho más delicada de lo que se ha dicho. Tanto los déficits revelados como los ocultos que sacarán sus colmillos amenazantes a partir del mismo 7 de agosto se encargarán de demostrar que gran parte de las propuestas hechas al calor de las tribunas y de las manifestaciones públicas, simple y llanamente eran irrealizables. A no ser, claro está, que el nuevo gobierno, con actitud irresponsable, quiera despeñar a Colombia por los abismos de la inflación, la inviabilidad y el repudio internacional.
Este domingo se da pues el pitazo para iniciar el primer tiempo del partido por la democracia colombiana. Ojalá corramos con más suerte que la que tuvimos en la clasificación para el mundial de fútbol 2022.