Pío IX ocupa un lugar peculiar en la historia, tanto de la Iglesia como del mundo, por varias razones. Fue el último papa-rey, soberano absoluto de los Estados Pontificios, que desaparecieron en 1870 al fragor de la unificación italiana. Fue un acérrimo enemigo del modernismo, que condenó en todas sus formas y manifestaciones en el famoso Syllabus de 1864. Y acabó su pontificado como “prisionero del Vaticano”, un confinamiento que heredaron sus sucesores hasta 1929, cuando los Pactos Lateranenses dieron a luz el minúsculo Estado Vaticano.
No cabe duda de que también Vladimir Putin ocupará un lugar peculiar en la historia. Ya lo ocupa, de hecho, porque méritos le sobran y sigue acumulando. Uno de ellos, que quizá no le resulte halagador, es el de verse convertido en prisionero del Kremlin (se trata de una metonimia, al menos por ahora). Con derecho a visitas, porque todo prisionero tiene sus derechos, y porque no es un prisionero cualquiera. Y con permiso de salida -que ha usado parcamente, y que habrá que ver si aprovecha el próximo mes-, según está anunciado, para ir a China. Pero prisionero en todo caso.
Su encierro es resultado, en primer lugar, del cerco diplomático que se ha levantado alrededor de Rusia como consecuencia de la agresión a Ucrania. Que el cerco tenga grietas no lo pone en entredicho, sino que lo confirma. También es consecuencia de la orden de arresto emitida contra Putin por el fiscal de la Corte Penal Internacional, a cuyo cumplimiento se hallan obligados los 123 Estados parte en el Estatuto de Roma. Dos cosas que toman en consideración incluso los gobiernos que intentan hacer malabarismo con su posición sobre la guerra, y hasta algunas naciones que no han ratificado este tratado.
Por eso las cumbres que convoca no son tan concurridas, ni a tan alto nivel, como hace algunos años -y en más de una se ha llevado un chasco-. Por eso su comparecencia es sólo telemática allí donde lo invitan. Por eso tiene que apelar recurrentemente a su ministro de Exteriores, el señor Lavrov, que funge habitualmente como mandatario -eso sí, rigurosamente vigilado-. Así ocurrió en San Petersburgo con los africanos, en Johannesburgo con los Brics, en Nueva Delhi con el G20, por citar las ocasiones más recientes.
Acaba de recibir en un cosmódromo de Amur a otro paria, que le ofreció toda su solidaridad en su “sagrada guerra” contra Occidente, y estar con él “siempre juntos en la lucha contra el imperialismo y por la construcción de un Estado soberano”. Como diría Ofelia, “haber visto lo que vi, para ver ahora lo que veo”: el líder ruso recabando el apoyo norcoreano, el líder norcoreano prometiéndolo para construir en Rusia un Estado soberano. Si eso es lo que necesita hacer una potencia… ¿Acaso es realmente una potencia?
Más generoso que Pío Nono, Putin, prisionero del Kremlin, no ha titubeado a la hora de compartir su cautiverio con muchos de sus compatriotas, especialmente con sus críticos y sus legítimos opositores, para quienes Rusia es hoy una cárcel, como diría Hamlet, “con muchas guardas, encierros y calabozos”.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales