Empecé a bailar tango en la universidad por una sencilla razón: Era una materia fácil. Un cinco seguro y oportuno que con el mismo número de créditos de algunas vitales asignaturas jurídicas podría ayudarme a compensar las horas aciagas que pasé memorizando el estatuto de contratación estatal. Un decreto sin alma ni vocación de permanencia que, en un acto de extraña justicia poética, fue derogado al mes siguiente que aprobé su examen final. La maldición del abogado es la efímera naturaleza de su conocimiento, pasajero como el lamento de un bandoneón.
Nuestra profesora era una rola de anchas caderas que tenía la envidiable virtud de hacerte ver bien cuando bailabas con ella aun si uno no se movía en lo absoluto. No importaba mi innata ausencia de motricidad, atenazado en su abrazo me sentía un Gardel criollo. Una tarde revisando el paso básico pareja por pareja, se acercó, vio cómo casi pisaba a Ana María por quinta vez ese día y me regaló el fuego divino de los dioses milongueros con un consejo encriptado: “Tienes que empujar el piso para que ella sienta hacia dónde debe ir”. ¿“Empujar el piso”? ¿Qué se supone que debía entender con eso?
Seis años después, estaba de pie en el quinto piso de un camuflado edificio de la 26 Street, disfrutando en silencio de una clandestina milonga mientras animaba a mi cuerpo a recordar esas clases de tango de los jueves en aquel abandonado palacio del centro de Bogotá. Abochornado tras reconocer la derrota del tiempo sobre mí, tuve que aprender a abrazar y caminar otra vez, mientras el lunfardo reemplazaba al aire en la pista. Entonces Robin se acercó y vio cómo casi pisaba a Sue por tercera vez esa noche, me tomó por los codos y empezó a bailar conmigo mientras me decía “Tienes que hacerle sentir tu próximo paso, empuja el piso hacia ella”. Ahí estaba de nuevo ese secreto misterioso que, por lo visto, estaba condenado a no descifrar.
Llevaba tres semanas tratando de derribar a Ling Lyn sin éxito. Ella es una china menuda, engañosamente vulnerable a primera vista, pero con una gran fuerza que no duda en poner a prueba. Tras media hora practicando infructuosamente la técnica de esa tarde en la clase de aikido, se me acercó y me dijo “Conecta con tu oponente para ocupar su lugar, como bailando”. Repentinamente agarró la solapa de mi keikogi como si estuviera lista para atacar, mientras yo daba un instintivo paso al frente y por una micra en esa curiosa pose me sentí bailando de nuevo con Ana María o con Sue. Podía sentir su agarre aferrándose contra mí, como en un abrazo de tango, y toda su energía esperando que empujara el suelo para darle a entender a dónde ir. En este caso, al suelo.
Ahí estaba. Solo bastó un leve movimiento, casi tan obvio como natural, para que por fin Ling Lyn cayera de espaldas sin violencia. La ayudé a pararse mientras sonriendo me decía “¡Muy bien! ¡Otra vez!”.